sábado, agosto 09, 2014

Jorge Colombo La noria


Jorge Colombo

La noria





...por eso sabiendo Mateo que mañana y todos los días que le siguieran debía madrugar muy temprano cuando llegó a su casa en la zona sur de Glew sobre la cortada de tierra próxima a las vías del tren a eso de las diez de la noche cuando su familia ya dormía se fue directo a la cama sin probar bocado tratando de no despertar a su señora que pronto se levantaría para tomar la guardia nocturna en la fábrica de hilados mientras los chicos se las arreglaban con algún vecino para ir a la escuela esperando todos que llegara el día sábado para verse las caras y saber cómo les había ido y tal vez visitar al abuelo del otro lado de las vías y también hacer alguna compra y pagar los fiados antes de que se acumularan demasiados como aquella vez que con gran tristeza de todos debieron abandonar el barrio porque a Mateo no le alcanzaba con las changas que le ofrecían y la señora estaba embarazada del hijo menor que ahora salía con su tío y sus hermanos después del horario de escuela para tomar el tren blanco y ayudar a juntar papeles en las enormes bolsas de lona que alguien les daba y los esperaba en grandes camiones para volver al barrio y descargar en el galpón de un señor que viajaba en auto para revisar todos sus galpones y fue por eso que un día su hijo le dijo a la maestra que no había podido hacer sus deberes y que no había sido por ir a jugar a la pelota sino porque el otro señor le había dicho a su tío que tenían que mejorar su rendimiento de embolsar papeles porque así no les iba a alcanzar ni para la garrafa de gas que necesitaban porque se venía el invierno e iban a pasar frío así que Mateo decidió dejar de deambular por la ciudad buscando changas y se las arregló para asegurar lugares donde su familia pudiera juntar más papeles sin que otro les quitara el territorio al que había que proteger todos los días para el momento en que llegaran para la recolección en particular los días lunes que se juntaba algo más o después de los días de fiesta sobre todo de fin de año cuando se tiraban a la basura cajas y papeles de colores para envolver regalos pues entonces había que trabajar el doble para asegurarse de aprovechar todo lo que podían y ganarse unos centavos más que mal no le venían para algún día ir a la cancha de Boca o de Barracas a ver un partido de fútbol con los chicos y por eso sabiendo Mateo que mañana y todos los días que le siguieran debía madrugar muy temprano cuando llegó a su casa en la zona sur de Glew sobre la cortada de tierra próxima a las vías del tren a eso de las diez de la noche cuando su familia ya dormía se fue directo a la cama sin probar bocado tratando de no despertar a su señora que pronto se levantaría para tomar la guardia nocturna en la fábrica de hilados mientras los chicos se las arreglaban con algún vecino para ir a la escuela esperando todos que llegue el día sábado para verse las caras y saber cómo les había ido y tal vez visitar al abuelo del otro lado de las vías y también hacer alguna compra y pagar los fiados antes de que se acumularan demasiados como aquella vez que con gran tristeza de todos debieron abandonar el barrio porque a Mateo no le alcanzaba con las changas que le ofrecían y la señora estaba embarazada del hijo menor que ahora salía con su tío y sus hermanos después del horario de escuela para tomar el tren blanco y ayudar a juntar papeles en las enormes bolsas de lona que alguien les daba y los esperaba en grandes camiones para volver al barrio y descargar en el galpón de un señor que viajaba en auto para revisar todos sus galpones y fue por eso que un día su hijo le dijo a la maestra que no había podido hacer sus deberes y que no había sido por ir a jugar a la pelota sino porque el otro señor le había dicho a su tío que tenían que mejorar su rendimiento de embolsar papeles porque así no les iba a alcanzar ni para la garrafa de gas que necesitaban porque se venía el invierno e iban a pasar frío así que Mateo decidió dejar de deambular por la ciudad buscando changas y se las arregló para asegurar lugares donde su familia pudiera juntar más papeles sin que otro les quitara el territorio al que había que proteger todos los días para el momento en que llegaran para la recolección en particular los días lunes que se juntaba algo más o después de los días de fiesta sobre todo de fin de año cuando se tiraban a la basura cajas y papeles de colores para envolver regalos pues entonces había que trabajar el doble para asegurarse de aprovechar todo lo que podían y ganarse unos centavos más que mal no le venían para algún día ir a la cancha de Boca o de Barracas a ver un partido de fútbol con los chicos y por eso sabiendo Mateo que mañana y todos los días que le siguieran debía madrugar muy temprano cuando llegó a su casa en la zona sur de Glew sobre la cortada de tierra próxima a las vías del tren a eso de las diez de la noche cuando su familia ya dormía se fue directo a la cama sin probar bocado tratando de no despertar a su señora que pronto se levantaría para tomar la guardia nocturna en la fábrica de hilados mientras los chicos se las arreglaban con algún vecino para ir a la escuela esperando todos que llegue el día sábado para verse las caras y saber cómo les había ido y tal vez visitar al abuelo del otro lado de las vías y también hacer alguna compra y pagar los fiados antes de que se acumularan demasiados como aquella vez que con gran tristeza de todos debieron abandonar el barrio porque a Mateo no le alcanzaba con las changas que le ofrecían y la señora estaba embarazada del hijo menor que ahora salía con su tío y sus hermanos después del horario de escuela para tomar el tren blanco y ayudar a juntar papeles en las enormes bolsas de lona que alguien les daba y los esperaba en grandes camiones para volver al barrio y descargar en el galpón de un señor que viajaba en auto para revisar todos sus galpones y fue por eso que un día su hijo le dijo a la maestra que no había podido hacer sus deberes y que no había sido por ir a jugar a la pelota sino porque el otro señor le había dicho a su tío que tenían que mejorar su rendimiento de embolsar papeles porque así no les iba a alcanzar ni para la garrafa de gas que necesitaban porque se venía el invierno e iban a pasar frío así que Mateo decidió dejar de deambular por la ciudad buscando changas y se las arregló para asegurar lugares donde su familia pudiera juntar más papeles sin que otro les quitara el territorio al que había que proteger todos los días para el momento en que llegaran para la recolección en particular los días lunes que se juntaba algo más o después de los días de fiesta sobre todo de fin de año cuando se tiraban a la basura cajas y papeles de colores para envolver regalos pues entonces había que trabajar el doble para asegurarse de aprovechar todo lo que podían y ganarse unos centavos más que mal no le venían para algún día ir a la cancha de Boca o de Barracas a ver un partido de fútbol con los chicos y por eso sabiendo Mateo que mañana y todos los días que le siguieran debía madrugar muy temprano cuando llegó a su casa en la zona sur de Glew sobre la cortada de tierra próxima a las vías del tren a eso de las diez de la noche cuando su familia ya dormía se fue directo a la cama sin probar bocado tratando de no despertar a su señora que pronto se levantaría para tomar la guardia nocturna en la fábrica de hilados mientras los chicos se las arreglaban con algún vecino para ir a la escuela esperando todos que llegue el día sábado para verse las caras y saber cómo les había ido y tal vez visitar al abuelo del otro lado de las vías y también hacer alguna compra y pagar los fiados antes de que se acumularan demasiados como aquella vez que con gran tristeza de todos debieron abandonar el barrio porque a Mateo no le alcanzaba con las changas que le ofrecían y la señora estaba embarazada del hijo menor que ahora salía con su tío y sus hermanos después del horario de escuela para tomar el tren blanco y ayudar a juntar papeles en las enormes bolsas de lona que alguien les daba y los esperaba en grandes camiones para volver al barrio y descargar en el galpón de un señor que viajaba en auto para revisar todos sus galpones y fue por eso que un día su hijo le dijo a la maestra que no había podido hacer sus deberes y que no había sido por ir a jugar a la pelota sino porque el otro señor le había dicho a su tío que tenían que mejorar su rendimiento de embolsar papeles porque así no les iba a alcanzar ni para la garrafa de gas que necesitaban porque se venía el invierno e iban a pasar frío así que Mateo decidió dejar de deambular por la ciudad buscando changas y se las arregló para asegurar lugares donde su familia pudiera juntar más papeles sin que otro les quitara el territorio al que había que proteger todos los días para el momento en que llegaran para la recolección en particular los días lunes que se juntaba algo más o después de los días de fiesta sobre todo de fin de año cuando se tiraban a la basura cajas y papeles de colores para envolver regalos pues entonces había que trabajar el doble para asegurarse de aprovechar todo lo que podían y ganarse unos centavos más que mal no le venían para algún día ir a la cancha de Boca o de Barracas a ver un partido de fútbol con los chicos y por eso sabiendo Mateo que mañana y todos los días que le siguieran debía madrugar muy temprano cuando llegó a su casa en la zona sur de Glew sobre la cortada de tierra próxima a las vías del tren a eso de las diez de la noche cuando su familia ya dormía se fue directo a la cama sin probar bocado tratando de no despertar a su señora que pronto se levantaría para tomar la guardia nocturna en la fábrica de hilados…

Jorge Colombo El motín del bicentenario


Jorge Colombo 

El motín del bicentenario



Entró a la casa del viejo fotógrafo, ubicada en una cortada del barrio de San Pedro Telmo. De un vistazo, ubicó un daguerrotipo original donde el antiguo Cabildo parecía vanagloriarse de esconder secretas historias.
Curioso, tomó una lupa. Se acercó luego a la imagen hasta dar con la cerradura de las macizas puertas.
Espió a través de ella. Vio pasar a personajes que discutían, a veces enardecidos, otras en conciliábulos secretos. Sus vestimentas eran muy distintas, de otros tiempos. Lo invadieron aromas a humedad y tierra mojada que se filtraban por la cerradura. Creyó oír tiros, juramentos y maldiciones. Luego algarabía.
Cuando se retiró, sus ojos —muy abiertos— aún parecían guardar un soplo de furia y alegría.
Regresó al día siguiente.
—Fue vendido —le contestaron.





miércoles, agosto 06, 2014

Hugo Wast Un desocupado


Hugo Wast



UN   DESOCUPADO





El rancho de Pedro estaba pegado al camino por donde los paisanos de la sierra grande bajan al pueblo a vender sus lanas, sus gallinas, sus frutas.

Quedaba también a la orilla de la acequia, que en los días de lluvia se enturbiaba con el agua de los senderos y desbordaba sobre un campito cubierto de achiras.

Crecían tantos yuyos a lo largo de la acequia, que llenaban el cauce y enturbiaban la corriente.

—No bien tenga un tiempito libre, la vo’a desyuyar... — decía Pedro, contemplándola sin moverse del umbral donde pasaba horas tomando mate.

Siempre tenía puesto el poncho de lana, que a la altura del hombro derecho ostentaba un buen remiendo. No en balde Pedro permanecía tantas horas de pie, arrimado al marco de su puerta. Hasta aquellos gruesos ponchos tejidos por las industriosas mujeres de la sierra se gastan al cabo.

Pedro buscaba trabajo, claro está. La tarde anterior le ofrecieron dos pesos diarios y la comida, en una cuadrilla de peones que estaban reparando la carretera. Y él aceptó. Tenía que hallarse a las siete de la mañana en el callejón de Mula Triste, distante media legua de su casa, y donde había plantado su carpa un ingeniero rubio.

—Al fin te vas a ocupar de algo! —díjole su mujer cuando él le refirió el trato.

—¡Psch!— hizo él, con displicencia—. Agarro esto para que no digan que estoy de balde; pero en cuantito me salga un trabajo mejor, lo dejo al gringo de la carretera. ¡Dos pesos y la comida! ¡Vaya un jornal!

Antes de salir el Sol levantóse Pedro, madrugador como todos los paisanos, y fue hasta el potrerillo donde soltaba el caballo y lo ensilló y lo ató al pie de una tala, el único árbol de su casa, plantado por Dios, ciertamente.

Buenos servicios prestábale el tala. Daba sombra al horno, y en su ramazón dormían las gallinas. Y en el verano, cuando se llenaba de frutitas rojas, a su copa acudían los loros barranqueros, las palomas de todo el lugar, y pájaros sin cuento.

Y Pedro, arrimado al marco, gozaba oyendo su algarabía, que se entretejía con el cristalino rumor de la acequia.

—No bien tenga un tiempito la vo’a desyuyar...

Se levantó, pues, al alba, y ensilló el caballo, como si fuera a salir. Pero no se crea que un caballo atado a la puerta del rancho de Pedro, ni de ningún otro paisano de la sierra, significa que su dueño está por salir. No. Es simplemente una costumbre, como la de los ricos, que mantienen su auto a la puerta por si se les ocurre dar un paseo.

—¿Y de ahí? —le preguntó su mujer. —¿Te vas o no te vas al trabajo?

El Sol ya empezaba a calentar. Las gallinas, las pocas gallinas de la Micaela, acudieron, esperando un puñado de maíz; pero ella las espantó; para que fuesen a buscarse la vida en el yuyal del potrerillo, donde no faltaban granos que comer.

—Dame un mate —dijo Pedro sin cambiar la postura.

Tomó un mate, dos, tres.

—¿Y de ahí?

—No vo’a dir nada. El gringo de la carretera nos está explotando. ¡Miren que pagarnos dos pesos!... ¡Vaya un jornal!

—Y la comida —añadió la Micaela.

—¡Bah! ¡Cómo se conoce que vos no has comido lo que dan en la cuagrilla a los peones! Polenta o sopa de pan, como pa’l loro. Algunos días un locro chirle, como pa los presos. Más bien vo’a bajar al pueblo a ver si hallo una changuita mejor pagada...

Este breve discurso le tomó bastante tiempo, pues era calmoso en el hablar, indicio de ideas asentadas y de nervios tranquilos.

Pasó un buen rato mirando al campo, las lomas pedregosas, los valles oscuros, las montañas leonadas, y hacia el pueblo. Una larga calle de álamos regados por la acequia, dormida bajo los yuyos.

Sobre el techo de paja del rancho de Pedro crecía la verdolaga en matas profusas y frescas, y al pie de las paredes, un matorral de ortigas, donde los hijitos de Pedro se pinchaban antes de llegar al uso de razón.

Los abrojos, las santamarías, el yuyo colorado, iban ganando el patio y los senderos.

La Micaela protestaba.

—¿Cuándo vas a agarrar una azada y a sacarme este yuyal?

Entre los matorrales espinosos anidaban las gallinas, y era difícil hallar sus huevos. Antes que ella, los encontraban los perros o el zorro que al atardecer hacía “¡guac, guac!” en los alcores.

Ya el disco de plata del Sol podía verse por arriba del tala cuando Pedro dejó de tomar mate.

—¡A ver, po, si te vas al pueblo a comprar carne pa’l puchero!

Pedro se movió lentamente hacia el caballo, que parecía dormido bajo las zumbadoras moscas del ardiente verano. Le desprendió la manea, recogió las riendas y saltó sobre el velludo apero.

—¿Entonces, ya no hay más carne? ¡Güeno! Vo’a ver si me fiyan unas achuras.

Se acomodó el sombrero y partió al trotecito por el callejón.

Su mujer lo vio alejarse, con cierto orgullo. La verdad es que pocos mozos tan guapos había en aquellos lugares.

Y ella lo mantenía bien zurcido y planchado, aunque fuera pobre su ropita, desde que él andaba sin trabajo.

Aguardó una hora, o dos, lo suficiente como para que él volviera del pueblo. Luego espió el camino, vio que nadie venía, y que la sombra del tala —su único reloj— iba acortándose.

Las gallinas volvían al patio; los perros, acosados por el hambre, daban de cuando en cuando un paseíto por la cocina. Pero allí no había más que una pava con agua, puesta al fuego. Y de un alambre del techo, que pasaba a lo largo de una botella perforada en el fondo (ingenioso mecanismo contra las ratas) pendía un ahumado pedacito de charqui.

No se advertían más provisiones en el rancho de Pedro.

Desilusionados, los perros volvían a salir y desde el patio, que dominaba el vasto mundo, como una plazoleta, olfateaban el aire. Allá a lo lejos, sobre el monte, en el aire cristalino, cerníanse los caranchos. La brisa traía aletazos nauseabundos.

Alguna yegua muerta, alguna vaca empantanada, algún potrillo degollado por el puma durante la noche.

Los perros salían a participar del festín, en buena compañía con las águilas y los buitres; y al atardecer volvían relamiéndose los hocicos.

—¡Mama, pan! —gimió Pedrito, que venía de la acequia con dos baldes de agua, para llenar la batea de su madre. Tenía ocho años y era flacucho, morenito y ágil como una avispa.

Apareció la Carlota, una chicuela de seis, que cargaba al menor de los hermanos, un rollizo “guagua” de dos meses.

—¡Pan, mama!— La Micaela miró el Sol; dejó de lavar y fue a descolgar el pedacito de charqui para asarlo.

—A ver, entretanto, si me juntas unos güevitos, pa’hacerles una tortilla.

Los chicuelos, descalzos, las bronceadas carnes al Sol, metiéronse en el yuyal, contentos de la promesa, y hallaron doce huevos en los nidos de esa mañana.

Pero la Micaela no les hizo la tortilla. Les repartió el charqui asado, en forma que hasta el nene tuvo su tirita; ató la puerta con un tiento, y bajó al pueblo seguida de sus chicos a vender los huevos y a comprar “vicios”: azúcar y yerba.

Solamente a la medianoche volvió Pedro, sin plata, sin carne y borracho.

A la mañana siguiente, cuando se le aclararon las ideas, dijo a su mujer:

—¡Ya tengo trabajo!

—¡Velay qué suerte! ¿Y dónde es?

—En la provincia de Santa Fe, pa la cosecha de maíz; pagan hasta cinco pesos por día y la comida. Ya me han apalabrado, y vamos a dir muchos mozos de este lugar.

—¿Y cuándo vas a dir?

—Cuando seya tiempo; todavía los maíces están verde.

—¡Velay! —respondió con sorna la Micaela—, ¿y yo vo’a estar como la vieja del purgatorio que se alegró porque le había nacido un nieto que iba a ser sacerdote, y la iba a sacar con la primera misa?

Pedro no respondió. Al rato dijo:

—Dame unos mates y andá preparándome la ropa...

—¿Y para qué la ropa?

—¡Pa’l viaje, po! ¿Te creés que vu’a dir con lo puesto, nada más?...

—La Micaela rebuscó en el baúl, y sacó los trapos de Pedro, sentóse en el umbral y se puso a zurcirlos, echando tristes miradas a un maizal vecino que las palomas empezaban a perseguir.

—Ya están buenos los choclos —dijo Pedro, mostrando sin envidia aquella chacra.

—Si vos hubieras sembrado en el potrerillo —respondió la Micaela—, tendríamos maíz también nosotros.

—No tengo arado. Con lo que gane en Santa Fe, vo’a comprar uno, y el año que viene sembraré el potrerillo.

Y se quedó afirmado en el marco de la puerta, mirando al campo, sin prisa, sin imaginación, sin remordimiento.

Tomás Barna En París




TOMÁS   BARNA

En París





Van desapareciendo los últimos vestigios de las aldeas y de la campiña francesa junto a los postreros lampos del día, y — envuelto en los primeros velos crepusculares— el tren se va introduciendo en la Gare de Lyon, y yo ya no sé si lo que estoy viviendo es un sueño o un loco arrebato de la vigilia, y en medio de las múltiples sonoridades y estrépito de la estación terminal de París, me siento estremecer por el sonido casi diría pavoroso y salvaje del silencio y de lo eterno que surge de mi interioridad, y que —al bajar del tren, con una valija y un portafolio— hace aflorar, desde el fondo de mi ser, un canto triunfal, una frenética oda a la alegría, y dejo desparramados en el andén la valija y el portafolio, alzo los brazos, los agito en el aire y el canto se transfigura en un grito —como un Sapucai— impregnando, a los rieles, a los andenes y a la estación entera, de una carga de alegría y de éxtasis que buscaba explotar desde mis quince años. Mi hambre de París me impele a tragarme la ciudad sin vacilar; decido, entonces, dejar la valija en un casillero de la estación. Me llevo la llave y vendré mañana a recogerla.

Como hace por lo menos diez años que en una de las paredes del living de mi casa de Córdoba tengo adosados el mapa de Francia y el plano de París, sé que no encontraré ningún obstáculo que me impida llegar, caminando, al Hotel du Sud, rincón bohemio recomendado —en Argentina— por María Escudero, una amiga de Violeta Parra que había vivido muchos años en la Ciudad Luz.

Con el portafolio en la mano... me entrego, de lleno, desbordante de júbilo a mi ciudad soñada. No ignoro que deberé caminar unos cinco kilómetros o tal vez algo más; en tal caso, mejor, así podré impregnarme de la atmósfera parisiense tan apetecida, durante veinte años, desde cuando entré en contacto —a través de sus obras— con Darío, Verlaine, Baudelaire y Nerval. Iré bordeando el Sena, echando el primer vistazo a sus muelles, esperando detenerme en los puestos de los “libreros de viejo” (bouquinistes), relamiéndome de gusto debido al disfrute de mis ojos ante el deslizamiento, sobre las aguas, de los “bateaux-mouches” (las grandes lanchas de pasajeros que efectúan el paseo por el Sena).

Avanzo por las calles del Barrio Latino. Ya estoy en la callejuela del “Gato que pesca” (la rue de Chat-qui-pêche), di una vuelta por la rue Saint-André des Arts, luego de permanecer atónito al encontrarme en la plazoleta con pequeñas ruinas romanas (Square René Viviani), admirando desde allí esa mole medioeval que ofrece su magnificencia electrizante, desde la margen opuesta del Sena: la Catedral de Nôtre Dame (Nuestra Señora de París). Y aquí se siente hasta la presencia de Quasimodo, el Jorobado de Nôtre Dame (ese personaje de la novela de Victor Hugo en el cual se yuxtaponen el horror y la ternura). Sí, esa presencia se hace evidente al descubrir, en la vereda opuesta, un hotelito con el nombre de Esmeralda (la bella gitana de quien se enamoró Quasimodo). Y como siempre me tientan las analogías, me parece estar viendo a Charles Laughton y a Maureen O’Hara en la película donde encarnaron genialmente a ambos personajes, así como me sucedió hace unos minutos al deleitarme merced a ese primer encuentro con el Sena —encuentro intenso que viví doblemente (una vez más fusionando el momento presente con el recuerdo... al evocar ese viaje maravilloso —mezcla de sueño y pesadilla— que realiza la protagonista de “L’Atalante” —ese mágico filme de Jean Vigo— al recorrer el Sena durante días enteros en una “péniche” (chata arenera) con su esposo y un marinero medio loco, un tanto borrachín, pícaro y a la vez dotado de un espíritu infantil; Dita Parlo y Jean Dasté interpretan al matrimonio mientras que el extraordinario Michel Simon es el grotesco Belcebú que asusta y —por instantes— divierte a la recién casada. Aunque el verdadero protagonista es el río — el Sena—). Algo semejante es lo que estoy viviendo desde que toqué París: aquí rivalizan la ciudad y el río en lo que atañe al protagonismo.

Acabo de evocar mi primera andanza por París, un momento de plenitud que vibrará siempre presente en mi ser.

En este hotel viejísimo, de piezas estrechas, con pisos de madera crujientes, oblicuos —como si me encontrara en una habitación de una película expresionista del cine alemán, en plano inclinado— estoy palpando una realidad que aún no alcanzo a comprender si es tal o si se trata de un sueño que quiere dejar de ser una imagen del subconsciente para adquirir conciencia plena de que todo transcurre en el plano de lo real.

El rigor de un invierno anticipado se está imponiendo en París en pleno otoño, hoy ya en la naciente madrugada del 26 de octubre. A través de la ventana se me aparece una bruma soñolienta que finge ser el aliento de la ciudad que ha sabido mantenerse erguida no obstante el acoso de los siglos, la barbarie de los hombres, la matanza de la peste y otros flagelos tales como la inquisición y las guerras. Es la respiración de París que me está brindando su inmortal esplendor concentrado en esta brisa matinal, desplazando a la oscuridad con la ternura de un susurro confidente. Y una tenue llovizna comienza a llorar sobre la fragilidad de los gastados brillos de la bohardilla mientras pienso en las tonalidades ocres de las hojas de castaños alfombrando las calles y aún escucho el extraño sonido de las aguas del Sena chapoteando contra las orillas intentando volcar sus secretos en el seno de los muelles.

Este diario mío necesita un epílogo que no puede ser otro que el canto a la ciudad amada desde aquellos días en que afloraba mi juventud.

París, ciudad impregnada de crueldad fascinante y de belleza, urbe mutable y cargada de infinitud, ciudad enriquecida por millones de almas mercuriales ocultando un mundo de oscuros silencios dentro de rostros aparentemente impenetrables: entre sus raíces de hierro y cemento, de piedra y agua, se desarrollaron los odios y se enriquecieron el amor, el arte, la ciencia y la poesía. Y ya antes de conocerte, de hollar tus calles... habían penetrado en mi carne, circularon por mis venas, la sustancia esencial del fantasmagórico tiempo de la entraña de tu empedrado, —de tu macadam—, y tus días y tus noches y tu río —lenta corriente de aguas aceitosas que se hunden despiadadamente en las profundidades del recuerdo y del tiempo que también fluye sin cesar, agitándose en medio de la ciudad, convulsionando el universo, convirtiéndonos en ceniza antes de la muerte al inyectarnos esas tremendas dosis de nostalgia y melancolía—, pero surgen —a veces— esos encuentros salvadores que nos transforman en aves fénix y renacemos, con toda la fuerza de la vida, sintiéndonos inmortales, superando el poder destructivo de todo tipo de angustia o de dolor del alma, percibiendo que retumba en nosotros —así lo expresó, luminosamente, Hölderlin— “la canción vital del universo, como se oye en la tiniebla el canto del ruiseñor”.

París: siento que hoy todo fulgura en mí. Tengo el pasado, el presente y el futuro no sólo al alcance de mi mano sino en mi propia mano. Los palpo. Y se llenan de imágenes, de palabras, de silencios sugerentes, de armonías inefables, de torrentes de ideas.

París —ciudad soñada, amada y hoy empezando a ser vivida—: hay una fuerza extraña que ayudó a mis ansias para que te encontrara, y aquí estoy... disfrutando en medio de un torbellino creador del que surjo embargado por una dicha intensa experimentando estremecimientos singulares, y sé que ahora se está produciendo la eclosión de ese géiser espiritual que siempre ha centelleado dentro de mi alma y transformará a los seres, a las cosas, a los objetos y a la naturaleza... en palabras, en imágenes y en voces indudablemente misteriosas, entregadas —sin prisa y sin pausa— al desciframiento de los grandes enigmas hollando los senderos mágicos de la poesía.

París —ciudad mía—: sabes muy bien que me tienes atrapado en las redes de tu sortilegio desde 1943... cuando leía al Verlaine de “Memorias de un viudo”, a Baudelaire con sus “Flores del Mal” y “Es Esplín de París” y a Gérard de Nerval y sus “Noches de Octubre”. ¡Qué coincidencia: “Noches de Octubre”! Ellos me iniciaron en el goce de recorrer tus barrios. Ya desde entonces comencé a insertarme en este mundo tan tuyo en donde el ideal posee la potencia del hombre creador, es decir del hombre forjado por las múltiples vicisitudes de la vida: el dolor, la esperanza, la alegría —hombre imbuido, además, del sentimiento de piedad, de un espíritu sensible y de la capacidad de amar.

Al penetrar en el Barrio Latino —donde palpita la juventud de tu viejo corazón bohemio (valga la paradoja)— sentí que se vertía sobre mi rostro el hálito de todas las razas que pueblan la Tierra.

Recién llegado... todavía no he podido recorrer esos rincones secretos tuyos que anhelo palpar, pero te aseguro que desbordo de alegría interior al sentirme vivir entre tus muros grises que ocultan el espíritu de veinte siglos.

Aquí, en ambas márgenes de tu río sin tiempo, en los infinitos edificios seculares, en tus calles pobladas de tonalidades plúmbeas, adherido a tus castaños —sabios poetas de la nostalgia— se ha estampado la historia, el arte, todo lo concerniente al hombre y a la vida. ¡Y aquí estoy —por fin—  París: alborozado, exultante, convertido en un ser en estado de éxtasis, absolutamente, prodigiosamente... feliz!





Eduardo Mallea Sobre el hablar sin ideas


Eduardo Mallea 

Sobre el hablar sin ideas






“Cada cual intentó decir lo que necesitaba proclamar. (...) De pronto, los temas adquirieron verticalidad: eran estables y firmes, alzándose como plantas. El énfasis, la vanidad, el egoísmo; la infatuación, la furia, la envidia, la emoción, las ideas, las cosas, el mundo desparramaron sobre la mesa sus violentos apetitos”.