Martín Sosa Cameron LA VIDA PERFECTA
A Benjamín
LA VIDA PERFECTA
Pieza en un acto
PERSONAJES
(Por orden de intervención)
MADRE (Victoria, 60 años)
PADRE (Invicto, 40 años)
PRIMER HIJO (Víctor, 22 años)
SEGUNDO HIJO (Victorio, 21 años)
TERCER HIJO (Victorino, 20 años)
CUARTO HIJO (Victoriano, 19 años)
LA VOZ DEL MENDIGO
Un comedor corriente; tres bastidores simularán otras tantas paredes; en la que está a la izquierda, mirando desde el sector del público, se ven dos puertas; en la del fondo, una ventana rectangular con la persiana cerrada y con una tira de cortina de enrollar que está rota y cuelga desde su lugar hasta el piso, y en la pared de la derecha otras dos puertas; a éstas y las otras se las numerará imaginariamente, a los fines de la representación, en el sentido de las manecillas del reloj; de este modo, la número uno se supone que da al dormitorio de los padres y la 2 a su baño, la 3 —única en abrir hacia adentro del escenario— es la puerta de calle y la 4 comunica el comedor con la cocina y las habitaciones de los hijos; una fuerte iluminación proviene del centro del techo; en el medio del escenario hay una mesa lo suficientemente larga como para que, además de una silla a la izquierda —destinada a la MADRE— y otra a la derecha, enfrentándola —es la del PADRE—, quepan entre ellas otras cuatro mirando a los espectadores; las que serán ocupadas por los hijos. Salvo lo detallado, no habrá más muebles ni decorados en el recinto.
Se abre la puerta 2 y por ella sale la MADRE, tiene 60 años, canosa, una vestimenta corriente y con preferencia de tonos oscuros; cuando ella entra por la puerta 1, simultáneamente por esta sale el PADRE, de 40 años, con ropas de dormir, dirigiéndose a la puerta 4 con paso perezoso; cuando él entra allí, reaparece la MADRE con gesto de enojo.
MADRE.— (Tomando la primera silla y ocupándola, visiblemente malhumorada.) ¡Esto de levantarse a las siete de la mañana para trabajar y mantener a tantos vagos me tiene cansada! (Se produce una breve pausa y aparece el PADRE trayendo un par de enormes y humeantes tazas de igual color, pone una en la mesa frente a la MADRE y, llevando consigo la otra, se sienta en el lado opuesto, quedando en silenciosa actitud un momento; luego la mira con sumisión, hace ademán de saludarla y lentamente sorbe un trago del desayuno.) ¡Salir a estas horas en invierno es un infierno!
PADRE.— (Mirando a la taza, habla como para sí.) Invierno... Infierno... Si es frío el invierno, ¿por qué es cálido el infierno?
MADRE.— (Observando al PADRE, que parece indiferente.) ¡Oh, sí, y todo para mantener al hato de inservibles de esta casa! Tú, por ejemplo, hace veinte años que no trabajas, y antes, ¿por qué tampoco lo hacías? (Irónicamente.) ¡Ah, pues porque el señor era muy joven! ¿Y ahora? ¡Ah, porque tiene cuarenta años, está en lo mejor de su vida y no va a desperdiciar su tiempo, el comienzo de la madurez, trabajando! ¡Tra-ba-jan-do!
PADRE.— (Mirando la taza, con el mismo tono anterior.) Trabajando, bajando, ando... ¡Bajando ando!
(Suena fuertemente un reloj despertador.)
MADRE.— (Agitando su taza.) ¡Ahí están los holgazanes de tus hijos! ¡Mira la edad que tienen! Ahora se despiertan, ¿y para qué? Para ir a la escuela. Todavía no la han terminado, ¿qué esperan para crecer de veras? ¿Cuándo querrán asumir sus responsabilidades? Son todos como tú, ¡holgazanes, inútiles, insensibles, cómodos y desvergonzados!
(Por la puerta 4 aparece el PRIMER HIJO, 22 años, vestido con saco y pantalón pijama, despeinado y trayendo una taza humeante del mismo color que la de los padres, pero sensiblemente más pequeña; igual cosa ocurrirá con los demás hijos respecto a las tazas.)
PRIMER HIJO.— (Parándose detrás del PADRE, saluda a la MADRE, sonriente.) ¡Buenos días! (Pausa sin respuesta, luego, inquieto.) ¿Llegó el cartero, pasó ya?
MADRE.— (Inquieta.) ¡No lo sé! (Dirigiéndose al PADRE.) ¿Pasó ya?
PADRE.— (Indiferente.) ¿Quién?
MADRE Y PRIMER HIJO.— (Con voz agitada y mirando al PADRE.) ¡El cartero! ¿Pasó el cartero?
PADRE.— (Indiferente.) ¿El cartero? (Como para sí.) Carteros, eros... Oh, no, creo que aún no, es temprano...
PRIMER HIJO.— (Agitado, deja caer la taza y derrama su contenidoen el suelo.) ¡Qué raro que aún no haya pasado! ¡Preguntaré al vecino!
(El PRIMER HIJO sale rápidamente por la puerta 3; la MADRE y el PADRE quedan callados, él abstraído en su taza y ella mirando ansiosa hacia la puerta de calle.)
MADRE.— (Al cabo de una breve pausa, con aire resignado y pensativo.) Con esto del correo, qué problema...
PADRE.— (Examina su taza y la levanta.) Problema... Lema... Ema..., ma..., mamá..., ¿mamadera? (Bebe de la taza.)
PRIMER HIJO.— (Entrando apresuradamente por la puerta de calle, mirando alternativamente y con ansia a los otros.) El vecino no sabe, y, aquí en casa, durante el intervalo, mientras estuve afuera, ¿no llegó el cartero?
MADRE.— Creo que no, no sé... (Mira al PADRE, ansiosa.) ¿Llegó el cartero?
PADRE.— No lo sé... (Al PRIMER HIJO.) ¿Llegó el cartero?
PRIMER HIJO.— No lo sé, padre... (A la MADRE.) ¿Llegó el cartero?
MADRE.— (Molesta.) ¡Entonces aquí nadie sabe si llegó el cartero! ¿Ven, ven que no sirven para nada?
PADRE.— (Consternado.) ¿De modo que todavía no pasó el cartero?
PRIMER HIJO.— (Alzando su taza, con angustia.) ¿Aún no llegó? Tal vez sí, pero como no lo sabemos... Oh, ¿cómo haremos para saber si pasó? (Y sale por la puerta 4 para traerse un nuevo desayuno.)
MADRE.— Pero, ¿es que acaso esperan correspondencia? ¿Han escrito carta a alguien?
PADRE.— Yo no...
PRIMER HIJO.— (Entrando y sentándose en la primer silla desde el lado de la MADRE.) Y..., ¿nadie llamó por teléfono?
PADRE.— Que yo sepa, nadie...
MADRE.— (Enojada.) ¡Pero si acá no tenemos teléfono!
PADRE Y PRIMER HIJO.— (Con asombro.) ¡Cierto!
PRIMER HIJO.— (A la MADRE, tímidamente.) Bueno, pero, al menos, ¿alguien tocó el timbre?
MADRE.— (Molesta.) Sabes que no estoy acá en casi todo el día, ¡yo trabajo para mantener esta casa! ¡Pregúntale a él! (Señala al PADRE.)
PADRE.— No, nadie tocó el timbre, que yo sepa...
MADRE.— (Con desprecio.) Que tú sepas o no..., ¡lo que sí sabes es que el timbre está descompuesto hace más de un año y de todos ustedes, inútiles, no consigo que uno solo lo arregle!
PADRE.— (Disculpándose, casi humillado.) Le tengo mucho miedo a la electricidad, jamás podría hacerlo funcionar...
PRIMER HIJO.— Para esas cosas no sirvo... (Encogiéndose de hombros.) Si fuera una campanilla, tal vez...
PADRE.— (A la MADRE.) ¿Por qué no pones una aldaba? Entonces, si falla, yo puedo arreglarla... O saquemos la puerta, de este modo, si cualquiera entra, sabremos si alguien viene o no...
PRIMER HIJO.— ¿Con el frío que hace?
PADRE.— (Entusiasmado al aceptarse su idea.) ¡Ponemos una estufa o dos al costado de los marcos y ya está solucionado!
MADRE.— (Molesta.) ¿Una estufa? ¿Dos? ¿Y quién las va a pagar? Y si se rompen, ¿quién las compone? ¿Acaso ustedes? Ah, no: ¡todo lo tengo que poner, pagar y arreglar yo! No, señores: ¡la puerta se queda donde está!
PADRE.— (Conciliador.) Bueno, pero entornada, ¿sí?
MADRE.— En invierno nos helaríamos y en verano se hincharía por la humedad y nadie podría moverla.
PADRE.— (Entusiasmado.) ¡Mejor, así quien quiera entrar, en verano, deberá pedir permiso, y, si roba, al escaparse, no podrá pasar por la puerta pues le resultará muy estrecha! Y, en invierno, no dormimos, caminamos a toda hora, no pasaríamos frío y estando así, activos, ¡ya no seríamos vagos!
MADRE.— (Furiosa.) Ustedes caminarían, hablarían, y yo no podría dormir, me agotaría y, entonces, ¿cómo haría para trabajar?
PRIMER HIJO.— (Reflexivo, al PADRE.) Además, padre, nosotros tenemos que estar en la escuela... Salvo que... (Entusiasmado.) ¿Y si caminas tú solo? El ejercicio te vendrá bien, te mantendrá sano... Estando despìerto serás más lúcido, el no dormir te evitará los malos sueños y la marcha te fortalecerá el corazón, tendrás más tiempo libre, podrás recibir al cartero, atender la puerta, ver quién sale y quién entra, ¡conocerás todas las actividades de la casa! En verano podrás avisarnos si está por llover, si llueve o si dejó de llover, y, en invierno, cuando cada uno vuelva, le dirás “Hoy no hizo mucho frío” o “¡Qué helado está!” ¡Te entretendrás todo el día!
MADRE.— Tu padre es tan abandonado que jamás hará nada de eso ni cualquier otra cosa útil.
(En ese instante hace su entrada el SEGUNDO HIJO, 21 años, vestido solo con un pantalón pijama, muy despeinado, con su taza humeante y aspecto de somnolencia y se sienta al lado del PRIMER HIJO.)
SEGUNDO HIJO.— (Bostezando.) ¡Buenos días! (Se estira desperezándose y los demás apenas le miran sin responder.) ¿Es tarde o es temprano? ¿Es de día o es de noche? (Sin esperar contestación, bebe un sorbo de su taza.)
MADRE.— (Burlándose, en falsete.) ¿Tarde o temprano? ¿Día o noche? (Con seriedad.) Si para ustedes parece que el tiempo no existe. (Golpeando fuertemente la mesa.) ¡La única persona que aquí cuenta las horas soy yo!
SEGUNDO HIJO.— (Al PRIMER HIJO.) ¿Qué día es hoy, jueves o viernes?
PRIMER HIJO.— Creo que hoy es..., hoy es... (Mira a la MADRE y luego al PADRE.) ¿Cómo se llama el día ubicado entre el jueves y el viernes? ¿Eh? (Todos se miran desconcertados y nadie responde.) Pues sí, el día que está después del jueves y antes que el viernes, ¿cuál es, cómo se llama? (Nuevas miradas interrogativas y silenciosas de los demás.) ¡Cómo! ¿Ustedes tampoco saben qué nombre tiene cada día de la semana? ¿Ni qué día es el de hoy, cuál es, cómo se llama? (Y vuelve, indiferente, a beber de su taza.)
PADRE.— (Como sonámbulo.) Cuando un día no tiene nombre es porque se ha suspendido el tiempo...
SEGUNDO HIJO.— (Alegremente.) Tal vez hoy es día bisiesto, por eso no tiene otro nombre...
(Ahora entra el TERCER HIJO, 20 años, lleva puesto únicamente un calzoncillo y también está con el pelo revuelto; sosteniendo su taza se sienta presuroso al lado del SEGUNDO HIJO.)
TERCER HIJO.— (Algo sonriente, mirando rápidamente a los otros, saluda con amabilidad.) ¡Buenos días, mamá! ¡Hola, papá! ¡Salud, hermanos míos! (La MADRE lanza un gruñido, el PADRE apenas si levanta una mano sin mirarlo mientras bebe un sorbo de su taza y los hermanos tosen, ante lo que agrega, con sonrisa cándida.) ¡Ah, la familia, qué maravilla, qué don cuando es unida! ¿Verdad, queridos míos?
MADRE.— (Irónica.) Oh, sí, tan unidos como estas sillas a la mesa...
PADRE.— (Saliendo de su abstracción.) ¿A la mesa? ¿Es que ya está el almuerzo?
MADRE.— (Al PADRE.) ¡Idiota! ¡Inútil!
PADRE.— (Con indiferencia.) Si fuera tan inútil, no tendríamos tantos hijos... (Como para sí.) Ayer fui soltero, hoy casado y mañana divorciado... La indiferencia moral se hereda y el orgasmo justifica la vida...
(En ese momento se oye la voz del CUARTO HIJO, que entre alegre y burlona, canta.)
LA VOZ DEL CUARTO HIJO.—
Arriba amigos y amigas
que un nuevo día ya comenzó
ningún día es igual a otro
y en cada uno debemos gozar
así la vida hemos de hacer
vamos, vamos al amor y al placer
que hoy ya no es ayer
CUARTO HIJO.— (Sin interrumpir su canción entra en escena; 19 años, el pelo rubio muy largo y cuidadosamente arreglado; totalmente desnudo, lleva sólo su taza y, con rápidos giros del cuerpo, simula una danza de contorsiones grotescas.)
a usar penes anos y vaginas
y a no negarse a conocer
toda clase de placer
larai larai larai
pirim pirim pim pim...
MADRE.- ¡Qué desvergüenza!
CUARTO HIJO.— (Sin tomarla en cuenta, sonriendo, de pie y moviendo los brazos.) Hago lo que quiero mientras puedo, hago lo que puedo mientras quiero... Estoy al medio de mí mismo y al costado de los demás...
MADRE.— (Al CUARTO HIJO, entre severa y divertida.) ¡Vete a vestir inmediatamente! (El CUARTO HIJO, riendo, se retira para regresar casi en el acto, sin dejar de sonreír y tararear, cubriéndose con una túnica clara y ocupa su silla, mientras la MADRE dirige su mirada a la ventana.) Vean, vean, inservibles, miren esa persiana, hace tanto tiempo rota y nadie la arregla, nadie...
PADRE.— (A la MADRE.) Esta vez te equivocaste Victoria: ya hablé con un hombre que vendrá este martes a las seis de la tarde a componerla y yo estaré para ayudarlo.
PRIMER HIJO.— ¡Tiene razón Invicto, nuestro padre! Yo también llamé a un hombre, y le dije que venga este martes a las seis de la tarde para que eso vuelva a funcionar, y yo estaré aquí por si me necesita...
SEGUNDO HIJO.— Querido Víctor, hermano mayor, me has hecho acordar que les dijera que este martes a las seis de la tarde viene un conocido mío a arreglar la persiana, ¡yo mismo vendré con él!
TERCER HIJO.— (Al SEGUNDO HIJO.) Pero, Victorio, mejor va a resultar lo que hice yo: este martes, a las seis de la tarde, viene un amigo mío que gratis, ¿gratis!, hará andar la persiana... (Al CUARTO HIJO.) ¿No te alegra, Victoriano?
CUARTO HIJO.— (Al TERCER HIJO.) Oh, sí, Victorino, ya que he resuelto lo mismo para este asunto, sólo que quien yo traeré para arreglarla vendrá el martes a las seis de la tarde y, como es un aprendiz y un gran amigo mío, no sólo no nos cobrará por su trabajo sino que hasta nos lo pagará, pues para él es un progreso cada arreglo... ¿No es maravilloso?
MADRE.— Me sorprende que alguna vez piensen en su casa; de todos modos, yo, como siempre, no me he descuidado, de manera que sépanlo y estén atentos: este martes, a las seis de la tarde, viene una compañera mía a resolver esto de la persiana, así tendremos luz natural...
PRIMER HIJO.— Qué notable, madre; constantemente protestas porque no puedes ver o encontrar a nadie de tus amistades, pues tú y todas están ocupadas, y ahora pensaste recurrirt a una compañera de trabajo...
MADRE.— Es cierto, Víctor... En estos tiempos no he visto a ninguna persona de mi afecto... Es que en las grandes ciudades como esta, y tú lo has dicho, todos están ocupados y nadie se encuentra nunca...
PADRE.— (A la MADRE.) Eso es fácil de decir, Victoria, ¿qué no encuentras a nadie? Pero cómo, si cuando se sale a la calle, en una ciudad grande como esta, uno se encuentra con la multitud, ¿no es así?
MADRE.— (Al PADRE.) A una multitud de tontos como tú, Invicto...
CUARTO HIJO.— (Mirando su taza.) Sí, parecen muchos, son muchos, pero todos solos: uno no es los otros... ¡Qué penalegría: me dan ganas de llorareír!
(En ese momento, el TERCER HIJO eructa estruendosamente.)
SEGUNDO HIJO.— (Al TERCER HIJO.) ¿A quién nombraste?
PADRE.— (Al SEGUNDO HIJO.) Sabes bien que a un hombre de Estado.
SEGUNDO HIJO.— ¿A un hombre de Estado?
PADRE.— Saquémonos el sombrero ante él...
CUARTO HIJO.— (Sonriendo.) No tenemos sombrero pero tenemos retrete...
PRIMER HIJO.— (Al CUARTO HIJO, molesto.) ¡Irreverente!
MADRE.— ¿Por qué se respeta a los hombres públicos? A las mujeres públicas se les pone un mal nombre, ¿por qué no a los varones? ¿No es injusto?
PADRE.— (Reflexionando en voz alta, mientras los otros arquean las cejas y se interrogan con la mirada.) ¿Hombre público? ¿Mujer pública? Hay mujeres que son hombres públicos... Hay gente que publica, hay gente que es público... Está lo púdico...
CUARTO HIJO.— Lo púbico...
MADRE.— Lo pánico...
SEGUNDO HIJO.— Lo pénico...
TERCER HIJO.— Lo pícnico...
PRIMER HIJO.— Lo pédico...
(Pausa; algunos bostezan, otros beben de sus tazas.)
SEGUNDO HIJO.— (Mirando al centro de la mesa.) Estaba pensando en los pobres animales que dejó ese anciano vecino nuestro que se suicidó hace una semana... Pobres sus perros, ¡cómo lo querían a ese solitario tan cariñoso...! Les daba de comer...
PADRE.— ¿Y qué problema se hacen con esos animales? ¿No son grandes ya? Entonces, ¿cómo es que a su edad no sepan alimentarse solos?
MADRE.— (Al PADRE.) ¡Idiota!
CUARTO HIJO.— ¿Saben por qué se suicidó nuestro vecino? Porque dijo: “No hay forma de llevar una vida perfecta”. ¿Tendría razón?
MADRE.— Viéndolos a ustedes, claro que sí...
PRIMER HIJO.— Coincido contigo, madre: él no tenía razón...
SEGUNDO HIJO.— (Al PRIMER HIJO.) Yo también pienso como tú, Víctor: él sí tenía razón...
TERCER HIJO.— (Al SEGUNDO HIJO.) Estoy plenamente de acuerdo con lo que has dicho, Victorio: él no tenía razón...
CUARTO HIJO.— (Al TERCER HIJO.) ¡Claro que sí, Victorino! Él siempre tuvo razón, nuestro vecino, pobre...
PADRE.— (Al CUARTO HIJO.) Como bien lo expresaste, Victoriano, nuestro vecino jamás, jamás tuvo razón, ¿no es así?
MADRE.— (Desafiando, terminante.) ¡Sí, sí, sí! ¡Él tenía razón! (Y vacila, mirando para arriba.) ¿O no la tenía? (A los otros, golpeando la mesa.) ¡Nunca tuvo razón! Si quería construir una vida perfecta, ¿por qué se suicidó?
PADRE.— Ya se murió, y los muertos saben más de la vida que los vivos...
TERCER HIJO.— Tal vez porque era viejo ya lo sabía de antes... Los que han muerto en la infancia nada saben...
MADRE.— Los muertos no son ni jóvenes ni viejos: no tienen edad...
CUARTO HIJO.— ¡Los vivos tampoco!
PRIMER HIJO.— Hablamos del misterio de la muerte y no nos preocupamos por el gran misterio de la vida: ¡en ella, en él estamos inseros!
PADRE.— (Como para sí.) Hoy soy más viejo que ayer y menos que mañana... A los veinte estuve grave, a los cuarenta me siento mejor, a los sesenta seré invencible... ¡Y a los ochenta perfecto!
MADRE.— (Al PADRE, severa.) Invicto, tú no serás perfecto nunca...
(Se oyen unos golpes en la puerta de calle, se levanta el CUARTO HIJO a atender; es el MENDIGO que llama; en ningún momento aparecerá en escena, pero sus palabras se oirán claramente; ante las frases o pausas del MENDIGO, el CUARTO HIJO asentirá con vivacidad, sonriendo e interesado, evidenciando su acuerdo, en tanto los otros permanecerán cada uno en su sitio en actitud de incomodidad o desagrado por las palabras del MENDIGO, aunque no hablen y, a lo sumo, de vez en cuando tomen algo de las tazas o esporádicamente miren hacia la puerta de calle.)
CUARTO HIJO.— (Entreabriendo la puerta 3, cuya posición y picaporte no abandonará hasta despedirse del visitante.) ¿Tú llamaste? ¿Qué deseas?
LA VOZ DEL MENDIGO.— (Clara y cordial.) ¡Salud, amable muchacho! ¿No tienes algo para darme? No apelo a vuestra caridad sino a vuestros complejos de culpa... Soy un mendigo, ¿no lo ves?
CUARTO HIJO.— (Divertido.) Pues, claro que sí, hombre, claro que sí lo veo...
LA VOZ DEL MENDIGO.— Todos los mendigos, siendo ignorantes, somos sabios: la sociedad está en deuda con nosotros, ¿no lo sientes así? (El CUARTO HIJO asiente con la cabeza, sonriendo.) Bueno..., sabio..., sabio..., no sé si lo soy: sólo tengo certeza de mis dudas, es lo único de lo que estoy seguro, pero la duda es el camino a la sabiduría, ¿de acuerdo? Si es así, entonces, tú me darás algo y yo te retribuiré con mis palabras, ¿aceptas?
CUARTO HIJO.— (Aceptando entusiasmado, curioso y con ansiedad.) ¡Trato hecho! ¡Habla, habla amigo!
LA VOZ DEL MENDIGO.— Para mí todo es igual, pues nada tengo, ni lloro lo que tuve ni me asusta lo que puedan quitarme, pues no tengo más bienes que mis propios males ni más males que mis propios bienes: (Entusiasmado.) ¡soy tan pobre que ya ni pobreza tengo! (Pausa, luego, con tono más reflexivo.) Todo lo que intenté me salió mal, y ahora me consuelo al darme cuenta de que, gracias a mi tesón, como fracasado soy un triunfador... (Alegre.) ¿Lo oyes? ¡Como fracasado soy un triunfador! (Exaltado.) ¡Sólo tengo mi vida, mi muerte y mi voluntaria pobreza...! (Más sereno.) Soy un hombre libre: camino con pies descalzos sobre la escarcha, y no me preocupa... (Reflexivo.) Aprende esto: la inteligencia es una forma de belleza; respeta al que vale por sí antes que al recubierto por escudos: ¡sólo nos envuelven nuestras obras cuando estamos desnudos...! Alimenta bien a tu vida, cada día es distinto a los demás, no seas un enfermizo previsor, muchacho: ¡ay de los optimistas que de antemano brindan con las copas vacías...! ¡Ilusos! Y pobres de los pesimistas que se duelen antes de que los males ocurran, ¡tontos! ¡Falsos previsores! Además, repito: protege siempre ¡siempre! tu inteligencia, ¡es la más duradera belleza! Evita pues la monotonía, ese terrible calco de los días, implacable borrón de la existencia... ¿Sabes cómo solucionar ese mal interior que es la rutina? ¡Únicamente con la lectura! ¡Lee! ¡Lean, lean!, que los buenos escritores sirven para que las personas, al menos, parezcan más inteligentes..., y los mejores libros no muerden por fuera pero sí por dentro, y eso es glorioso...
CUARTO HIJO.— ¿Tú lees?
LA VOZ DEL MENDIGO.— ¡Querido muchacho! Nadie es perfecto, salvo para exhibir sus propios defectos, y yo soy un mendigo, sí, pero en mis ratos libres soy poeta ¡po-e-ta! La imaginación nos hace libres, la imaginación la tenemos dentro, y lo de adentro es lo que cuenta, ¡lo de dentro, el interior! ¿Y sabes por qué? Pues porque... mirémonos por fuera: ¡sólo somos fantasmas de nuestro propio inconsciente!
CUARTO HIJO.— (Con admiración y afecto.) ¡Realmente, hablas como un sabio! ¡Eres un sabio, eso ni lo dudes!
LA VOZ DEL MENDIGO.— Gracias, amigo, ya que ser sabio me justifica y ser ignorante me disculpa: ¡todo me está permitido, todo me está perdonado! Aprende también esto y sigue mi consejo: retírate, vuelve sobre ti y descubrirás con asombro que todo, todo está en el yo, ¡también en el tuyo!
CUARTO HIJO.— (Alegre.) ¡Vaya si lo sé!
LA VOZ DEL MENDIGO.— Cada uno no tiene más que a sí mismo... Ah, agridulce verdad el saber lo único que merece saberse: que al menos yo, para mí, soy lo único que existe, ¿qué me importa la posteridad? ¿Sabes qué es la posteridad?: ¡futuros cadáveres...! Sí, sí, sólo eso... Ah, y yo... Yo, que para la humanidad no soy nada, pero que para mí lo soy todo... Y esto ya lo dijo alguien, pero no hay en ideas ni palabras cosas nuevas bajo el sol: lo único nuevo sobre el mundo es cada hombre que empieza a marchar sobre la tierra... Ah, sí: para mí lo soy todo...
CUARTO HIJO.— (Sonriendo.) Aunque, materialmente, no tengas nada...
LA VOZ DEL MENDIGO.— (Burlonamente.) ¿Nada? (Chasquea la lengua.) Cada uno es dueño de las cosas a su modo, y cuando yo veo la montaña, el sol, los árboles, la noche y el aliento de la brisa son como yo los veo y siento, así y para mí, que ésta es mi vida, única e irrepetible como yo, y nadie tiene derecho sobre ella ni sobre mí ni nadie conoce mejor que yo lo que a mí me conviene: (Convincente.) ¡lo más importante para mí no es más importante que yo!
CUARTO HIJO.— ¿Propones el aislamiento como dignificación?
LA VOZ DEL MENDIGO.— Nacemos solos y morimos solos, de ahí que los hombres sólo somos buenos cuando estamos solos... ¿Ves todas esas multitudes de los grandes hormigueros que llaman ciudades? Pues bien, mira: de cada uno que hoy ves, viejo y joven, de acá a cien años no quedará ninguno, así como no hay nadie de los que andaban por ellas hace un siglo... Y pensar que cada cual, entonces y siempre, vivía prisionero de qué dirán los demás: cada uno cree que los otros son más consistentes y hasta más profundos que él, ¿no es una insensatez? Sí, saber aislarse es dignificarse: descúbrete ante ti y serás libre.
CUARTO HIJO.— Pero amamos, deseamos, tememos a tantos y tantas cosas...
LA VOZ DEL MENDIGO. — No uses ya la primera persona del plural: eso crea bandos... Y no aceptes los bandos: son todos iguales... Cada bando dice: “¡Viva nosotros!” y eso significa “Mueran los otros”; los bandos predican y justifican que unos hombres maten a otros: hasta ahora no conozco de ningún bando que haya resucitado a nadie... Para el corto de entendederas está el creer eso de que los hombres pasan y los pueblos quedan, pero cuando pasan los pueblos quedan los hombres, y te digo que los pueblos pasan... ¿Puedes decirme dónde está hoy el pueblo griego de la antigüedad? ¿Y el imperio romano? Sólo en los inservibles manuales de ese desfile de iniquidades que llaman historia, ¡histeria le diría yo...! En cambio, mira, mira qué sólida es la presencia de Platón, de Aristóteles, de Sófocles, de Virgilio...
CUARTO HIJO.— (Humilde.) Querido amigo, es tan grande mi ignorancia como profundas tus palabras... Me has dado mucho, por hoy vete y déjame descansar, ¡tan pocas veces pienso! A cambio me pediste algo, y te lo daré, ¡toma! (Se quita la túnica y se la entrega al MENDIGO, quedando nuevamente desnudo.)
LA VOZ DEL MENDIGO.— ¡Ahora te vestirán tus obras más que nunca! ¿A qué te dedicas, noble amigo?
CUARTO HIJO.— Ya pensaré tus palabras; hasta ahora, amo el placer... ¡Mi cuerpo es mi lenguaje!
LA VOZ DEL MENDIGO.— ¡Eso es también un arte! ¡Cultívalo! No te niegues a nada... Si esa es tu obra, bien te abriga, ¡adiós, adiós querido y generoso amigo!
CUARTO HIJO.— (Cerrando la puerta, con afectuosa sonrisa.) Adiós y gracias a ti... (Tras cerrar la puerta, habla a los otros con entusiasmo.) ¡Escuchar también es un placer!
(El CUARTO HIJO se va por la puerta 4 y vuelve inmediatamente, cubriéndose con otra túnica y retoma su silla, sonriendo ante el silencio de los demás, que permanecen por un breve lapso callados, más con aire de ausentes que de pensativos.)
MADRE.— (Al CUARTO HIJO, sarcástica.) Tú y un mendigo... Eso eres y eso serás..., ¡pobre muchachito! (Con cierta serenidad.) Hijo, con tu libertinaje y desparpajo, tal vez envidiables, tienes más vida sensual que cualquier persona mayor que tú, en magnitud y variedad...
CUARTO HIJO.— (Afectuoso.) No hay que vivir cada día como si fuera el último: hay que vivirlo como si fuera el primero: con asombro y curiosidad, que maravillarse ante la existencia es la beatitud de los espíritus superiores... La vida no son los años que tiene el cuerpo sino la cantidad de experiencias aceptadas y asimiladas, madre, las que, buenas o malas, pueden ser utilizadas provechosamente: mi cuerpo, sano o enfermo, es mi escuela en muchas cosas, y no son, para mí, los años los que dan la edad, no, lo que cuenta es aquello con lo que yo hago más gratos y vívidos mis días, mis horas, ¡mis horas secretas!
MADRE.— (Interrumpiendo.) ¡No tan secretas!
CUARTO HIJO.— (Sin tenerla en cuenta.) Mi ser, mi yo, mi intransferibilidad, lo mío de irrepetible y de irreemplazable que tengo y que me halaga y debo halagar, ¡eso vale para mí!: no es (En tono burlón.) “cuántos años” (Con seriedad y énfasis sereno.) pero sí cuánta intensidad... Y mejor que estar un siglo sentado es estar un año caminando... No vive más quien tiene más años sino quien tiene más experiencias, pruebas, dolores, placeres, ¡oh, Deseo, maestro mío! (Pausa.) Oh, madre: las cicatrices morales enaltecen el alma y embellecen el espíritu de quien las lleva...
MADRE.— (Al CUARTO HIJO.) ¿Y qué es el cuerpo?
CUARTO HIJO.— Es el lenguaje, son las palabras, ásperas palabras de carne y hueso, madre, que buscan con angustia los momentos dulces...
MADRE.— (Despreciativa y molesta.) ¡Bah! Todo cuanto has dicho es pura retórica... ¡Recurso de mendigos, vagos y viciosos! ¡Todos, todos ustedes! Ah..., uno peor que el otro, empezando por tu padre, siguiendo con tus hermanos y terminando contigo... Si no fuera por mí, ¡qué sería de ustedes!
PRIMER HIJO.— (A la MADRE.) Tú eres nuestra madre, de modo que, sin ti, al menos aquí no estaríamos...
SEGUNDO HIJO.— Eso, ¡quién sabe qué seríamos!
TERCER HIJO.— ¡Evidente! Si no fuera por ti, ¿qué sería de nosotros? ¿Seríamos hermanos? ¿Seríamos otros, o los mismos aun nacidos de otra madre?
CUARTO HIJO.— (A la MADRE.) ¿No te das por conforme con estas preguntas y respuestas? ¿No satisfacen tus interrogantes?
MADRE.— ¡Ustedes son todos unos idiotas! ¡Nada entienden, para nada sirven! ¿No ven que las cosas son como están y eso no se puede cambiar?
PRIMER HIJO.— (A la MADRE.) Sin embargo, hay cosas que podrían haber sido distintas... Por ejemplo, si no hubieras tenido tantos hijos, y sólo a mí, me tocaría heredar el cien por ciento de cuanto tenemos... A mí me fueron despojando poco a poco: al nacer yo, disponía para mí de la totalidad de lo que pudiera heredar, mas, al aparecer Victorio, mi haber se redujo al cincuenta por ciento, ¡perdí la mitad!
SEGUNDO HIJO.— (Al PRIMER HIJO.) Culpa tuya, Víctor, al nacer yo, tan sólo me esperaba la mitad de todo... Pero eso es poco comparado con mi pérdida al nacer el tercero: entonces sólo me hice partícipe de un tercio, ¡perdí el diecisiete por ciento!
PRIMER HIJO.— (Al TERCER HIJO.) ¡Y a causa tuya, Victorino, yo me quedé sin un sesenta y seis por ciento!
TERCER HIJO.— (Al PRIMER HIJO.) No seas cruel, Víctor: cuando tú naciste, ¿qué te esperaba? ¡Nada menos que el cien por ciento! Y luego, a Victorio, el cincuenta... En cambio a mí, culpa tuya y de Victorio, mira, sólo un tercio... Ah, pero ese empobrecimiento es nada cuando vino Victoriano: ¡bajé a sólo un cuarto y a lo poco que ya me correspondía se le disminuyó en un ocho por ciento! (Dolorido.) ¡Cuánto, cuánto siento ese tanto por ciento!
PRIMER HIJO.— Y con Victoriano ya fue el colmo: ¡perdí el setenta y cinco por ciento!
SEGUNDO HIJO.— Y yo el veinticinco, ¡una cuarta parte!
TERCER HIJO.— ¿Y mi ocho por ciento, eh?
CUARTO HIJO.— Víctor, Victorio y Victorino se ensañan contra mí, ¿y qué culpa tengo yo de haber nacido? ¿Acaso se lo pedí a Victoria, nuestra madre? ¿Alguien me consultó? ¿Alguien me advirtió que al nacer sólo me esperaba un veinticinco por ciento del patrimonio? ¿Nadie se compadece de esto?
PRIMERO, SEGUNDO Y TERCER HIJO.— (Al CUARTO HIJO.) ¡Ladrón de tus hermanos!
CUARTO HIJO.— (A sus hermanos.) ¿Ese es mi pecado original? Si ustedes se murieran me quedaría con todo...
PRIMERO, SEGUNDO Y TERCER HIJO.— (Al CUARTO HIJO.) ¡Caín! ¡Caín!
CUARTO HIJO.— (A sus hermanos.) ¡Abel, Abel! ¡Yo soy Abel, el más desprotegido ante los ridículos ataques de ustedes! ¡Ustedes son un bando!
MADRE.— (Serena.) Todos somos un bando, querido Victoriano... Importa la familia, no el individuo...
CUARTO HIJO.— (Fastidiado, a la MADRE.) ¡Sin individuo no hay familia ni hay nada! ¡Todo es el azar!
(Pausa larga, todos ponen rostros inexpresivos y miran sus tazas o tamborilean con los dedos en la mesa.)
MADRE.— (Como para sí.) Con tantas cosas se me ha hecho tarde y no podré ir a trabajar, ¿no es ya domingo, acaso...? Hace una semana que espero descansar... Pasan los días y pierdo noción de su nombre... Estoy envejeciendo por agotamiento...
PRIMER HIJO.— (Mira comparativamente primero al PADRE y luego a la MADRE.) ¿Qué edad tienes, madre? Invicto, nuestro padre, parece mucho más joven que tú... Claro, con tantos años como ya tenemos nosotros cuatro, algo has envejecido, aunque no tanto: eres una persona viejoven, bastante viejoven...
MADRE.— ¿Viejoven? ¿Qué es eso?
PRIMER HIJO.— (Amable.) Entre viejo y joven... Por eso, ¿qué edad tienes...? Déjame ver, tú puedes tener, a ver, a ver... (Levanta la cabeza hacia el techo, concentrándose en sus cálculos.) Yo tengo veintidós años, Victorio veintiuno, Victorino veinte y Victoriano diecinueve..., es decir que, sumados todos, al menos tendrás unos ochenta y dos años, ¿no es así?
MADRE.— (Sorprendida.) ¿Ochenta y dos años yo? Para que sepas sólo tengo sesenta...
PRIMER HIJO.— (Incrédulo.) ¿Cómo que sesenta si entre nosotros damos ochenta y dos?
MADRE.— (Al PRIMER HIJO.) ¡Idiota!
PADRE.— (Con tono resignado, lento y revelador, mirando al centro de la mesa.) No se peleen tanto por el patrimonio de cada uno, que lo único que se hereda verdaderamente es la indiferencia moral, ya lo dije... Si fuera por los reproches patrimoniales que se hacen, a cada uno de ustedes, hijos, sólo les corresponde un quinto del total (Gesto de sorpresa en los hijos, que se miran entre sí, interrogándose en silencio.), y si seguimos tus cálculos, Víctor, tu madre ya tiene ciento veintidós años...
MADRE.— ¿Ciento veintidós años? Esa es su ignorancia: no saben ni cómo calcular la edad de una persona... No tengo ni la mitad de los años que me dan...
PADRE.— (Sereno, a la MADRE.) Ignorantes o no, Victoria, ya son grandes y deben conocer la verdad (A los HIJOS.): yo también soy hijo (Señala a la MADRE.) de ella...
PRIMERO, SEGUNDO, TERCERO Y CUARTO HIJOS.— (A coro.) ¿Que tú qué?
PADRE.— (Calmo.) Lo que dije: yo también soy hijo de Victoria...
SEGUNDO, TERCER Y CUARTO HIJOS.— (Entusiasmados.) ¡Entonces Víctor no es nuestro hermano mayor! ¡Eres tú, padre, hermano Invicto!
PADRE.— Las cosas que tiene la vida...
PRIMER HIJO.— ¡La vida es un teatro!
SEGUNDO HIJO.— ¡La vida es una novela!
TERCER HIJO.— ¡La vida es un cuento!
CUARTO HIJO.— La vida es, a veces..., ¡un poema!
PRIMER HIJO.— ¡La vida es un ensayo!
SEGUNDO HIJO.— ¡La vida es un experimento!
TERCER HIJO.— ¡La vida es lógica!
CUARTO HIJO.— La vida es..., ¡insensata!
PRIMER HIJO.— La vida es teatralmente como una novela, más larga que un cuento y menos dulce que un poema, digna de ser ensayo de todos los experimentos, con una lógica perfectamente insensata, matemática, lírica, fría, cálida, perversamente bondadosa, generosa en su avaricia, abundante en su escasez; con alegría exhibe su tristeza, y sólo se esperanza en desalentarnos, ¿no es horriblemente hermosa? (Pausa; luego mira al PADRE.) ¿Y quién es tu padre, oh padre y hermano?
PADRE.— Pues, el hermano de tu madre, tu tío Triunfo...
PRIMER HIJO.— (Entusiasmado.) ¡Triunfo, que es mi tío, es también mi abuelo!
SEGUNDO, TERCER Y CUARTO HIJOS.— (Entusiasmados.) ¡Y tío abuelo!
(La MADRE permanece quieta con la cabeza gacha, sin expresión, no mira a nadie.)
TERCER HIJO.— Es incesto, así se llama lo que aquí originó todo... Ah, la maravillosa seducción del parentesco...
PADRE.— (Al TERCER HIJO.) El incesto es la exacerbación del parentesco: mira nuestro caso: ¡esta es una familia donde todos somos parientes!
PRIMER HIJO.— (Entusiasmado.) ¡Oh, sí, sí! ¡Qué maravilla! ¿Por qué no establecemos, ahora, el correcto parentesco?
SEGUNDO HIJO.— (Con interés.) ¡Muy bien! Por ejemplo tú (Mira al PADRE.), Invicto, además de ser nuestro padre eres también nuestro hermano...
TERCER HIJO.— ¿Hermanastro?
CUARTO HIJO.— ¡Medio hermano!
SEGUNDO HIJO.— Para el caso es lo mismo, no me interrumpan... (Mira al PADRE.) También eres hermano y hermano mayor (El PADRE asiente, expectante.) y ¡abuelo!
PADRE.— (Sorprendido.) ¿Abuelo?
PRIMER HIJO.— Claro que sí, o abuelastro o lo que sea, pues al concebirnos con nuestra madre, y siendo ella abuela por ser madre de nuestro padre, éste, o tú, al ser su esposo eres nuestro abuelo...
TERCER HIJO.— Victoria es nuestra madre y nuestra abuela, y al ser la mujer de nuestro hermano mayor, ¿no es también nuestra cuñada? (Exaltado.) ¡Ah, qué maravilla, cuantos lazos nos unen!
PRIMER HIJO.— Y nosotros cuatro, Víctor, tú, Victorio, más Victorino y Victoriano, gracias a nuestra abuela y madre, somos entre nosotros ¡primos hermanos! ¡Qué gloria!
SEGUNDO HIJO.— Y también, qué notable: nuestro tío Triunfo, hermano de nuestra madre, esposo o no de Victoria, es el padre de nuestro padre y hermano Invicto, de quien es también tío y suegro, y es de nosotros tío, abuelo, tío abuelo y tal vez, ¿por qué no? ¡Hasta padrastro!
PRIMER HIJO.— (Tras una pausa, cambiando de ánimo, golpeándose la frente, en tono agobiado.) Pero esto no es normal...
PADRE.— (Serio y casi triste, apesadumbrado.) Lo humano da para todo..., al fin y al cabo, todavía, somos eso: humanos...
(Pausa larga; la MADRE sigue inmóvil, casi llorando en silencio, el PADRE apenas si levanta la vista hasta su taza, sobre la que golpetea con los dedos sin moverla.)
PRIMER HIJO.— (Con desconcierto, señalándose a sí mismo y a sus tres hermanos menores.) ¡Nosotros somos un fenómeno biológico!
SEGUNDO, TERCER Y CUARTO HIJOS.— (Al unísono.) ¡Triológico!
PRIMER HIJO.— ¡Tetralógico!
SEGUNDO, TERCER Y CUARTO HIJOS.— ¡Teratológico!
EL PADRE Y LOS CUATRO HIJOS.— ¡Escatológico!
(Pausa larga; todos están apesadumbrados.)
PRIMERO, SEGUNDO, TERCER Y CUARTO HIJOS.— (Con desconsuelo, inclinando simultáneamente la cabeza y ocultándola entre los brazos.) ¡Oh, madre!
MADRE.— (Agobiada y solícita.) ¿Sí, hijos?
PADRE.— (Tomándose la cabeza.) ¡Oh, madre!
MADRE.— (Mirando al PADRE, amable.) ¿Sí, hijo?
(Todos, desconsolados, hablan, uno por vez.)
PRIMER HIJO.— ¡Qué solo estoy!
SEGUNDO HIJO.— ¡Qué solo estoy!
TERCER HIJO.— ¡Qué solo estoy!
CUARTO HIJO.— ¡Qué solo estoy!
PADRE.— ¡Qué solo estoy!
TODOS.— (Patéticamente, a una sola voz.) ¡Qué solo estoy! (Pausa, en igual tono.) ¡Qué solos estamos!
MADRE.— (Tras una pausa, con gran tristeza.) Oh, sí: cada uno es sólo el fantasma de su propio inconsciente...
(Mirando cada uno a su taza, lentamente, algunos se toman de las manos.)
TELÓN