Martín Sosa Cameron LA AVENIDA MENTÍA
Martín Sosa Cameron
A Enzo Favalo
LA AVENIDA MENTÍA
El bar nocturno estaba atestado de público. Apoyado en el mostrador, yo bebía lentamente un licor áspero. La música sensual y el humo eran casi sólidos rebotando entre las cabezas. En lugares así es difícil pensar. No hay recogimiento, ni introspección, ¿a qué va uno a un sitio como ése? Sólo a beber, al menos yo. En las calles, me gusta observar a la gente, pero siempre distante, nada de tener trato con nadie, y aquí adentro, un buen rato de bebida, orquesta y cigarros; ¿hablar y mirar?: sólo para adentro de uno; los nudos que se forman en la mente son más poderosos que todo cuanto nos rodea.
Cada vez más personas llenan el local. Las distintas conversaciones ajenas conforman una pasta, un plasma de palabras cada vez más difíciles de reconocer. ¿De qué pueden hablar los que carecen de ideas propias? Estas reflexiones son mis consuelos, los de un tipo solitario en una ciudad grande: moverse ante y entre los otros, pero no ser como ellos. Casi sin darme cuenta, percibo que desde hace no sé cuántos minutos roza con frecuencia mi brazo derecho alguien a mi lado. Lo observo de reojo: es un sujeto de cara desagradable, vestido con un traje carísimo: no parece de este país, creo. Vez que levanto mi vaso para sorber un trago, vez que noto los roces involuntarios e indiferentes de mi vecino de la derecha. A la izquierda una hermosa mujer ríe cada tanto ante algunas frases cortas que le lanza un joven que remata sus palabras con carcajadas que lo agitan y parece que sacudieran a la muchacha.
En un momento (creo que yo no pensaba en nada) el sujeto del traje lujoso me mira y me dice, en mi idioma, que también resulta ser el suyo:
—¿Cuántos habitantes tiene el mundo en este momento?
Lo observo sorprendido por la pregunta, pero le respondo con naturalidad:
—Algo más de seis mil quinientos millones...
—Está usted actualizado... Así es... Pues vea, quiere decir entonces que sólo uno de cada mil tiene la pésima suerte de vivir en mi país...
—¿De dónde es usted?
No es lejos de aquí: del que está al norte de ustedes, de Abaguay.
—Ah, sí, Abaguay... —Y recordé que de ese triste territorio primitivo las únicas noticias que llegaban eran deportivas y de anécdotas de sus deshonestos funcionarios.
—¿Sabe? En Abaguay somos unos seis millones y medio. De ellos, un millón vive en Trepada, la capital; el resto se reparte en innumerables poblados entre la selva y al medio de los desiertos, ciudades misérrimas unidas por caminos casi intransitables. La poca civilización que tenemos está en Trepada. Allí están los principales edificios: embajadas, empresas, templos, fábricas, universidades, ministerios, y el inmenso, el gigantesco palacio presidencial. Hace unas semanas reelegimos por no sé cuánta vez a Fredo Stopajo, quien, como usted ha de saber, es nuestro gobernante desde hace más de treinta años ininterrumpidos...
—Claro que lo sé, ¿quién lo ignora? Él es presidente, su hermano es el vicepresidente, su mujer primer ministro; el primogénito de Stopajo, con sólo cuarenta años, hace tiempo que es mariscal, como el padre...
—Yo estoy de visita oficial aquí. Vine a firmar unos tratados. De comercio, se supone... Antes de volver, cansado de las tontas y repetidas ceremonias oficiales, siempre con los mismos discursos, iguales saludos, intercambio de inservibles medallas y demás tonterías por el estilo, me aproveché de un rato libre y vine a dar aquí... Un trago es siempre bueno, ¿no le parece?
—Sí —le contesté ya aburrido, ¿qué me interesa el irrescatable Abaguay?
Estuvimos callados unos pocos minutos. Sólo me llamó la atención cómo era que un sujeto al tipo de éste, salido de allí, con esa mentalidad inútil y vulgar de todos los funcionarios del mundo entero pudiera casi despreciar lo que él hacía y que, con o sin gusto, lo sustentaba en ese paisúnculo de partido único. Volvió a hablarme:
—En Abaguay no sólo muchos, ni la mayoría, todos, ¡todos!, escuche usted bien: todos somos esclavos, arriba o abajo (y le aclaro que ya ni sé qué es “arriba” ni qué “abajo”, salvo en lo moral, y sospecho que moralmente los de arriba son los que material y políticamente están abajo...) Hasta el mismísimo Fredo Stopajo... Y los pocos minutos que llevo aquí, en este lugar, solo como casi nunca puedo estarlo, creo que soy libre, al menos me ilusiono con serlo, aunque sea un rato...
—Sé muy poco de Abaguay: es un hermético vecino. Apenas conozco lo habitual en sus datos: población, extensión, algún que otro nombre geográfico y, sí, los pocos hombres ilustres, todos viviendo y recogiendo admiración, por cierto, fuera de Abaguay: el novelista Traposi, Caspuligui, el pintor, Nanalisa, la escultora y Tonabula, la musicóloga...
—¡Ja ja ja! —sonrió el otro con algo de tristeza—. ¡Todos ellos desconocidos en Abaguay, su patria! ¿Y sabe por qué? Porque piensan, mi amigo, ¡piensan! Y eso no es bueno... Los que piensan son así por naturaleza, y siempre pocos, son elegidos... Pero los Stopajo sobran: les basta con el poder formal, con el brutal ejercicio de las facultades estatales: si falta uno o dos o cientos de ellos, ya están como semillas miles de Stopajo prestos a reemplazarlos...
No tenía ganas de hablar; lo que el hombre me decía era más que sabido. Empecé a pensar en apurar mi trago e irme, pero él siguió:
—Dice que conoce muy poco de Abaguay... ¿Quiere que le cuente algo? Vea: Fredo Stopajo, pese a ser un déspota, tiene una pizca de imaginación, de inteligencia...
—¿Ah, sí? —contesté sin interés, impacientándome lo que creía que sería el comienzo de un elogio al Stopajo de turno, esos que se lanzan siempre desde las bocas de los seguidores de algún tiranuelo, a los gritos en las tribunas y con amaestramiento en los salones, pero él continuó:
—Vea: cuando Stopajo asumió, gracias a uno de los incontables golpes de Estado que han escrito la repetida historia de mi país, Trepada era una ciudad muy chata, con calles angostas y polvorientas, llenas de mugre y recorridas por gentes empobrecidas y analfabetas...
—¿Acabaron con la miseria y la ignorancia?
—No, no, escuche, por favor. Stopajo estaba deslumbrado con las grandes ciudades de los países importantes, y decidió hacer de Trepada, aunque más no sea en apariencia, algo semejante a los conglomerados más admirables, y mandó demoler enormes sectores del centro de la capital. Sólo el palacio presidencial quedó en pie, al oeste de Trepada; partiendo de él varios kilómetros en línea recta, hacia el este, erigió el Parlamento, en el que, como supone, no existe oposición. A los quince mil metros que separaban un palacio de otro los unió con una espléndida avenida de cien metros de ancho, llamada de la Victoria; el de la presidencia daba a una nueva avenida, a la que denominó, de norte a sur, a lo largo de diez cuadras, avenida del Triunfo, y otra paralela de igual extensión en el parlamentario, llamada desde entonces avenida de la Gloria. En la avenida de la Victoria, más o menos a un tercio de su recorrido, que nace de la residencia presidencial, levantó un inmenso obelisco de más de ¡trescientos metros de alto! Y a otro tercio, antes de llegar al parlamentario, hizo construir un no menos alto Arco de Triunfo, ¡soberbio! ¿No es maravilloso? Y, mire qué fantasioso, aun cuando casi no tuviera quienes los habitaran, mandó levantar unas casi interminables hileras de rascacielos que, a ambos lados de la avenida de la Victoria, y a todo lo largo de ella, en su altura, no bajaban, uno pegado al otro, de los veinte pisos y algunos trepaban hasta los sesenta niveles, ¿qué le parece? En menos de dos años, Trepada parecía, a los ojos orgullosos de sus pobladores y a los asombrados de los visitantes, un moderno coloso urbano. Eso sí: es sólo la fachada, ya que, por dentro, son meros cubos gigantes totalmente huecos y vacíos, ya que jamás tendríamos la cantidad de gente suficiente con el nivel y la capacidad económica y cultural para habitar semejantes moles, las que, de noche, están fantásticamente iluminadas. Usted las ve y cree estar en cualquiera de los lugares más envidiables y privilegiados del mundo.
“¡Qué locura!” pensé, pero callé: no salía de mi asombro ante la megalomanía de un inservible que había hecho una falsa megalópolis a fuerza de utilería.
—Por cierto —prosiguió el abaguayano— que en cada fiesta nacional Fredo Stopajo hace desfilar a sus tropas partiendo de la avenida del Triunfo hasta alcanzar la avenida de la Gloria mientras atraviesan pomposamente la avenida de la Victoria y sus esbirros, trepados a las terrazas de los falsos rascacielos, arrojan multitud de papelitos al son de griteríos y marchas que brotan desde innumerables altoparlantes y el gentío, embobado, aplaude sin cesar. ¡Y esto dura horas y horas, hasta que anochece y los mirones danzan y ríen y cantan ebrios de alegría... ¡Somos un pueblo feliz, feliz! Al amanecer todos quedan tendidos a lo largo de la avenida de la Victoria, exhaustos y borrachos, dormidos y felices... ¿Quién puede igualar la maravillosa imaginación de Stopajo?
—A la salud de Stopajo, el genio de Abaguay —dije burlón levantando mi copa, en tanto miraba a mi ahora exaltado vecino, quien, sonriendo con expresión lasciva me dijo:
—¿Pero sabe qué es lo mejor? ¡Oh, no, no lo sabe usted! ¡Sí, Fredo Stopajo es grandioso! Y esto es lo más extraordinario: en los días de la Unidad Nacional, pasado el desfile, antes que amanezca, en medio de los vítores, usted puede ver cómo el Obelisco se inclina, se apoya por completo en posición horizontal y, con ritmo primero lento y luego frenético, penetra con precisión y entusiasmo en el hermoso anillo del Arco de Triunfo y, pasados unos agitados minutos, antes de retraerse y volver a su postura inicial, estalla en su extremo y lanza desde el Arco hacia el palacio parlamentario una nube de fuegos artificiales: ¡sobre el lecho de la avenida principal, y a la vista del pueblo, se da la consumación del amor patrio, el Estado llega al orgasmo! ¡Viva Araguay! ¡Viva Trepada! ¡Viva Fredo Stopajo! ¡Viva...!
(Discretamente, me aparté de él y salí en silencio, humillado y asombrado.)