lunes, julio 07, 2014

Martín Sosa Cameron Los hijos de Kankusi




Martín Sosa Cameron





LOS   HIJOS   DE   KANKUSI






Eduardo: juega al ajedrez con su sombra y muy pocas veces puede vencerla.
Aurelio: tiene tal plasticidad de movimientos que puede morderse las orejas y mirar su propia nuca.
Laura: es dulce, buena, delicada y hermosa; de allí que sólo reciba la indiferencia de casi todos.
Juliano: tiene varias piernas; con unas camina de aquí para allá, con las otras puede —simultáneamente— permanecer sentado; jamás se cansa.
Lantulina: posee dos cabezas y está siempre alerta; mientras una duerme la otra acecha como una víbora.
Ernesta: sólo hace el amor consigo misma y ya está embarazada.
Worón: anda tanto entre y a través de los otros que uno siempre está tentado de creer que es un ser real.
Orsano: no hay manera de que aprenda algún idioma de los hablados, pero se entiende sin dificultad con arañas, serpientes y polillas, con las que sostiene largas y animadas querellas.
Eusebio: cíclope y ciclán, adivina el futuro de quien lo consulte; mira al interrogador desde su inmenso monóculo, especialmente indicado para su diplopía.
Cosentina: rara sirena con la parte superior en forma de pescado y la inferior de mujer; hace quince años está encinta y todos se preguntan qué saldrá de sus entrañas cuando llegue el momento del parto.
Ramón: su cuerpo carece por completo de huesos y toma las formas que mejor convienen a sus variables estados de ánimo.
Ejofú: por su mezcla de varios seres es fácil de confundir con una persona vulgar.
Alejandra: al revés de Orsano, habla una sola lengua, pero es tan confusa que todos entienden lo contrario de lo que dice.
Marsain: cuando duerme, sus sueños se reflejan en su frente como en una pantalla; y, si uno se atreve a apoyarle una mano encima de las cejas, quedarán impresas en su palma las imágenes oníricas de su dueño.
Felipón: el único dotado artísticamente; sus poemas concretos parecen pinturas, sus esculturas maquetas de arquitecto, y su música se transforma en cemento cada vez que interpreta con singular esfuerzo en un violín del que jamás extrae sonido alguno, llenando su alrededor de escombros.
Caridad: tan desdichada en sus relaciones con los únicos que le son fieles: sus enemigos.
Tancredo: siendo su corazón de piedra y su cabeza hueca, se entretiene introduciendo una mano en su propia coronilla y, empujándola hacia el interior del pecho, la saca afuera con su corazón entre los dedos, lo exhibe orgulloso y lo regresa a su lugar, una y otra vez.
Héctor: es tan estúpido que aparenta inteligencia; tiene la facultad de materializar sus pensamientos, concentrándose en ello todo el día; en los veintitantos años que lleva acumulando sus ideas, puede contemplarlas con alborozo y ver que juntas ya alcanzan el tamaño de una uva.
Dora: semejante a Worón, al poco tiempo de nacer pensaban que era muy pequeñita hasta que comprobaron que carecía de cuerpo; sólo tiene la cabeza.
Antonio: su imagen se refleja en todas partes como si permanentemente lo rodearan espejos, por lo que, cansado de su propia visión, prefiere desplazarse al tanteo con los ojos cerrados buscando sitios oscuros, únicos lugares en donde se siente cómodo.
      


(Nadie debe sorprenderse de semejante descendencia si observa con atención y descubre que la madre y el padre son un mismo individuo, habitante casi siempre, como Antonio, de rincones poco iluminados, pues si le da la luz, aventajando a Eduardo, invariablemente proyecta, desde su único cuerpo, dos sombras.)

Eugène Ionesco Historia de "La cantante calva"









EUGÈNE   IONESCO






NOTAS   Y   CONTRANOTAS:



LA   CANTANTE   CALVA



LA   TRAGEDIA   DEL   LENGUAJE






En 1948, antes de escribir mi primera pieza: La cantante calva, no quería covertirme en un autor teatral. Ambicionaba simplemente aprender inglés. El aprendizaje del inglés no conduce necesariamente a la dramaturgia. Al contrario, me convertí en un autor teatral porque no logré aprender inglés. Tampoco escribí estas piezas para vengarme de mi fracaso, aunque se haya dicho que La cantante calva era una sátira de la burguesía inglesa. Si hubiera querido y no hubiera logrado aprender italiano, ruso o turco, se hubiera podido decir igualmente que la pieza resultante de ese esfuerzo vano era una sátira de la sociedad italiana, rusa o turca. Me doy cuenta que debo explicarme. He aquí lo que me sucedió: para aprender inglés compré, pues, hace nueve o diez años, un manual de conversación franco-inglesa, al uso de los principiantes. Me puse a trabajar. Copié concienzudamente las frases extraídas de mi manual para aprenderlas de memoria. Releyéndolas atentamente, no aprendí inglés pero sí, en cambio, verdades sorprendentes: que hay siete días en la semana, por ejemplo, lo que, por otra parte, sabía; o bien, que abajo está el piso, arriba el techo, lo que sabía igualmente, quizá, pero en lo cual nunca había reflexionado seriamente o que había olvidado, y que me parecía de pronto tan asombroso como indiscutiblemente cierto. Tengo sin duda bastante espíritu filosófico como para darme cuenta que lo que transcribía a mi cuaderno no eran simples frases inglesas en su traducción inglesa sino verdades fundamentales, comprobaciones profundas.

             No por eso abandoné aún el estudio del inglés. Felizmente, pues, después de las verdades universales el autor del manual me revelaba verdades particulares; y para ello este autor, inspirado, sin duda, en el método platónico, las expresaba por medio del diálogo. A partir de la tercera lección aparecían dos personajes que nunca supe si eran reales o inventados: el señor y la señora Smith, una pareja de ingleses. Ante mi gran asombro, la señora Smith informaba a su marido que tenían varios hijos, que vivían en los alrededores de Londres, que su apellido era Smith, que el señor Smith era empleado de oficina, que tenían una sirvienta, Mary, también inglesa, que tenían, desde hace veinte años, unos amigos llamados Martin, que su casa era un palacio, pues “la casa de un inglés es un verdadero palacio”. Yo pensaba que el señor Smith debía estar un poco al corriente de todo aquello; pero, vaya a saber, hay gente tan distraída; por otra parte, es bueno recordar a nuestros semejantes cosas que pueden olvidar, de las cuales no tienen suficiente conciencia. Además de esas verdades particulares permanentes, se daban a conocer otras verdades del momento: por ejemplo, que los Smith acababan de cenar y que eran las nueve de la noche, hora inglesa, de acuerdo con el reloj de pared.

             Me permito señalar el carácter indudable, perfectamente axiomático, de las afirmaciones de la señora Smith, así como la manera típicamente cartesiana de razonar del autor de mi manual de inglés, pues, lo que era notable, era la progresión superiormente metódica de la búsqueda de la verdad. En la quincuagésima lección llegaban los Martin; la conversación se entablaba entre los cuatro y, sobre los axiomas elementales se edificaban las verdades más complejas: “el campo es más tranquilo que una ciudad populosa”, afirmaban unos; “sí, pero en la ciudad la población es más densa, hay muchos negocios”, replicaban los otros, lo que es igualmente cierto y prueba, además, que verdades antagónicas pueden coexistir perfectamente.

             Tuve entonces una revelación. Ya no se trataba para mí de perfeccionar mi conocimiento de la lengua inglesa. Consagrarme a enriquecer mi vocabulario inglés, aprender palabras para traducir en otra lengua lo que podía igualmente decir en francés, sin tener en cuenta el “contenido” de esas palabras, lo que me revelaban, hubiera sido caer en el pecado del formalismo que hoy los directores del pensamiento condenan con justa razón. Mi ambición era mucho mayor: comunicar a mis contemporáneos las verdades esenciales reveladas por el manual de conversación franco-inglesa. Por otra parte, los diálogos de los Smith y de los Martin eran propiamente teatro, ya que teatro es diálogo. Lo que tenía que hacer, pues, era una pieza de teatro. Escribí así La cantante calva, que es por consiguiente una obra teatral específicamente didáctica. ¿Y por qué se llama La cantante calva y no titularla La hora inglesa, como quise en cierto momento hacerlo? Sería una historia muy larga: una de las razones por las cuales La cantante calva fue titulada así, es porque ninguna cantante, calva o cabelluda, hace su aparición. Ese detalle debería bastar. Toda una parte de la pieza está hecha colocando una a continuación de la otra frases extraídas de mi manual de inglés; los Smith y los Martin de mi pieza, son los mismos, pronuncian las mismas sentencias, realizan las mismas acciones o las mismas “inacciones”. En todo “teatro didáctico”, no se trata de ser original, de decir lo que uno piensa: sería una falta grave contra la verdad objetiva; lo que hay que transmitir humildemente es la enseñanza misma que nos ha sido transmitida, las ideas que hemos recibido. ¿Cómo hubiera podido permitirse cambiar lo más mínimo en palabras que expresan de una manera tan edificante la verdad absoluta? Siendo auténticamente didáctica, mi pieza no debía ser sobre todo original ¡ni ilustrar mi talento!

             Sin embargo, el texto de La cantante calva fue una lección (y un plagio) sólo al principio. Las réplicas del manual que había contra inscrito cuidadosamente en mi cuaderno escolar, al quedar allí se decantaron al cabo de un tiempo, cobraron vida propia, se corrompieron, se desnaturalizaron. Sucedió no sé cómo un extraño fenómeno: el texto se transformó ante mis ojos, insensiblemente. Las réplicas del manual que había copiado correctamente, unas a continuación de las otras, se alteraron, como por ejemplo esa verdad innegable, cierta: “abajo está el piso, arriba el techo”. La afirmación —tan categórica como sólida: los siete días de la semana son lunes, martes, miércoles, jueves, viernes, sábado, domingo— se deterioró, y el señor Smith, mi héroe, enseñaba que la semana se componía de tres días que eran martes, jueves y martes. Mis personajes, mis buenos burgueses, los Martin, sufrieron un ataque de amnesia: aunque viéndose, hablándose todos los días, no se reconocieron. Otras cosas alarmantes se produjeron: los Smith nos informaban de la muerte de un tal Bobby Watson, imposible de identificar, pues nos informaban asimismo que las tres cuartas partes de los habitantes de la ciudad, hombres, mujeres, niños, gatos, ideólogos, se llamaban Bobby Watson. Un quinto personaje, inesperado, surgía por último para agravar la inquietud de los pacíficos matrimonios: el capitán de bomberos que contaba historias en las cuales parecía tratarse de un toro joven que hubiera dado a luz una enorme ternera, de una rata que hubiera nacido de una montaña; luego el bombero se marchaba para no perderse un incendio, previsto desde hacía tres días, anotado en su libreta, que debía producirse del otro lado de la ciudad, mientras los Smith y los Martin proseguían su conversación. ¡Ay! las verdades elementales y sensatas que ellos enunciaban a continuación unas de otras, se habían vuelto descabelladas, el lenguaje se había desarticulado, los personajes se habían descompuesto; la palabra, absurda, se había vaciado de su contenido y todo acababa en una pelea cuyos motivos era imposible conocer, pues mis héroes se enrostraban no ya réplicas, ni siquiera fragmentos de proposiciones, ni palabras, sino sílabas, o consonantes, ¡o vocales!...

             ... Para mí, se trataba de una suerte de desmoronamiento de la realidad. Las palabras se habían convertido en cáscaras sonoras, desprovistas de sentido; también los personajes, desde luego, se habían vaciado de su psicología y el mundo se me aparecía bajo una luz insólita, quizá su verdadera luz, más allá de las interpretaciones y de una causalidad arbitraria.

Al escribir esta obra (pues esto se había convertido en una suerte de pieza o antipieza, es decir, una verdadera parodia de una pieza de teatro, una comedia de la comedia) sentía un verdadero malestar, vértigo, náusea. De cuando en cuando me veía obligado a detenerme y, al mismo tiempo que me preguntaba qué diablos me forzaba a seguir escribiendo, iba a echarme en un sofá con el temor de verlo caer en la nada; y yo junto con él. Cuando terminé este trabajo me sentí, sin embargo, muy orgulloso. Imaginaba haber escrito algo así como una tragedia del lenguaje... Cuando se representó me sorprendió casi oír reír a los espectadores que tomaron (y siempre toman) estas cosas alegremente, considerando que era una comedia, incluso una broma. Algunos (Jean Pouillon, entre otros), los que sintieron el malestar, no se equivocaron. Hubo otros que advirtieron que se trataba de una burla al teatro de Bernstein y sus actores: los actores de Nicolas Bataille lo advirtieron antes, al representar la pieza (sobre todo en las primeras representaciones) como un melodrama.

             Más tarde, al analizar esta obra, críticos serios y doctos la interpretaron sólo como una crítica de la sociedad burguesa y una parodia del teatro de boulevard. Acabo de decir que admito esta interpretación: sin embargo, no se trata, en mi opinión, de una sátira de la mentalidad pequeño-burguesa relacionada a tal o cual sociedad. Se trataba, sobre todo, de una suerte de pequeña burguesía universal, puesto que el pequeño burgués es el hombre de las ideas recibidas, de los slogans, el conformista de todas partes: dicho conformismo es revelado, desde luego, por su lenguaje automático. El texto de La cantante calva o del manual para aprender inglés (o ruso o portugués), compuesto de expresiones hechas, de los clisés más gastados, me revelaba, por eso mismo, los automatismos del lenguaje, del comportamiento de la gente, “el hablar para no decir nada”, el hablar porque no hay nada personal que decir, una ausencia de vida interior, la mecánica de lo cotidiano, el hombre inmerso en su medio social sin diferenciarse de él. Los Smith, los Martin no saben ya hablar porque ya no saben pensar, no saben ya pensar porque ya no saben conmoverse, ya no tienen pasiones, no saben ya ser, pueden “transformarse” en cualquier persona, en cualquier cosa, pues al no ser ya no son sino los otros, el mundo de lo impersonal, son intercambiables: se puede poner a Martin en lugar de Smith y viceversa, que no nos daremos cuenta. El personaje trágico no cambia, no se quiebra; es él, es real. Los personajes cómicos son personas que no existen.




(Comienzo de una charla pronunciada en los Institutos Franceses de Italia, 1958)




De Notes et contre-notes, Editions Gallimard, Paris, France, 1962. Versión castellana, Notas y contranotas. Estudios sobre el teatro. Editorial Losada, S. A., Buenos Aires, Argentina, 1965, traducción de Eduardo Paz Leston



Daniel Dragomirescu Fragmento de novela





Daniel Dragomirescu


ENCADENADO POR LA LEY




En un día soleado al principio del otoño de 1950, cuando toda Rumanía estaba esperando la llegada de los americanos con la respiración entrecortada, y los días del régimen de Groza-Dej parecían más contados que nunca, Stelian Teodorescu, ex inspector en el Instituto de la Cooperación, retirado antes del final de la guerra y avencidado definitivamente en el campo, recibió inesperadamente una carta de Bucarest por la cual se le comunicaba que, puesto que poseía diez hectáreas de terreno, las cuales labraba con „brazos de asalariados”, el Ministerio del Trabajo y de las Previsiones Sociales, mediante una comisión especialmente constituida, había tomado la decisión de dimitirle el derecho a una pensión.

Después de plegar el documento, con la cara pálida, Stelian Teodorescu miró a su mujer sin decir una palabra, se levantó lentamente de la silla y salió de la casa. Por primera vez en mucho tiempo sentía imperiosamente la necesidad de echar bocanadas de humo de un cigarillo, pero como había dejado de fumar antes de llegar a ser un fumador empedernido, estuvo satisfecho con respirar profundamente el aire fresco de la noche. Se encaminó a paso ligero hacía el cercado de la calle. Inclinando la cabeza, saludó a un vecino, quien estaba en frente de la puerta y parecía que estaba esperando a empezar una conversación con alguien, después se encaminó hacia atrás del corral donde estaba la construcción sólida de un granero, lleno hace mucho tiempo, pero que llegó a ser innecesario en los últimos años, desde que se habían instituido las cuotas agrícolas obligatorias. De paso, su mirada se detuvo en el baldío de al lado donde hace no mucho tiempo se había erguido la casa paterna de Trifu, un mozo entrado en años, sin padres, quien dilapidó de un día para otro la poca fortuna que tenía y quien había desaparecido en alguna parte de Bucarest. En su momento, el nuevo dueño se había dado prisa en echar a tierra la casa en ruinas, pero no parecía tener ninguna intención de construir una nueva en su lugar por razones solamente suyas.

Se detuvo al lado del tronco áspero y sólido de una morera vieja –que estaba muy grande ya hace cuarenta años, cuando se casó y vino del pueblo natal de Elvira, como maestro de escuela– Stelian Teodorescu se apoyó con una mano en el cercado divisorio y se quedó con la mirada fija hacia el baldío de al lado –desierto y triste como un cementerio– por encima de cual,  junto con las sombras de la noche, los murciélagos habían empezado a volar a placer. El imprevisto disgusto con el cual se acababa el verano y el período más o menos tranquilo de los últimos cinco o seis años, cuando llegó a acostumbrarse a su nueva vida de pensionado, le entristecía tanto cuanto le preocupaba. Cada vez que había pensado en los disgustos que podría haber tenido con los „camaradas”, quienes habían llegado al frente del país, junto a su régimen político traído en tanques soviéticos, no había imaginado seriamente que esas podrían haber sido causadas precisamente por esos pedazos de tierra esparcidos por algunas cuatro aldeas –por la vega del Arges y del Sabar–, que juntos no significaban ni la cuarta parte de una finca verdadera.  Por décadas esas partes habían sido dadas al trabajo „en parte” y nunca la gente que había trabajado allí se mostró descontenta de algo, al contrario, año tras año, pidió seguir labrando esas tierras, indicio de que el trato le convenía. Es más, él había cerrado los ojos con benevolencia cuando las cosechas de trigo y maíz en las parcelas más lejanas fueron menores en el pueblo a lo que había sido arreglado o contratado. Y fíjense que ahora los que le acusaban inesperadamente invocaban en justicia justamente esas tierras, en manos de alguna gente que ofrecía benévolamente sus „brazos de asalariados”, que le habían servido mucho y ni siquiera tuvieron alguna razón de quejarse porque las cosas no hubieran sido como deberían de ser. La verdad es que entonces él, Stelian Teodorescu, se había sentido protegido, porque nunca había hecho política militante al servicio de algún partido de gobierno en los años 20 o 30 y no había sido ni hombre de Carlos II o de Antonescu; había cuidado de su trabajo realengo honestamente y nada más.

Mientras se atormentaba así, hurgando en su mente por alguna culpa suya que justificara lo que estaba por sucederle, se sobresaltó al escuchar un ruido alrededor. Se movió de al lado del cercado, volvió su cabeza y encontró la mirada del perro Pelin que se estiró a sus pies en la yerba y le miraba fijamente con sus ojos húmedos, como si hubiese entendido las preocupaciones que le atormentaban el alma y hubiese querido ayudarle si hubiese podido. La cabeza grande con orejas aguzadas y hocico negro alargado le daban un aire solemne y respetable de mastín entregado a su amo.

- ¿Tú tambien has venido a ver si me aprovecho de los brazos de asalariados, por apoyarme en este cercado, Stalin?  –le habló el hombre–, olvidando por unos momentos que tenía que tener cuidado con lo que decía, incluso en su propia casa. Inmediatamente después empezó a toser e investigar los alrededores, pero no parecía haber nadie que oyera sus palabras no bien mesuradas. –¡Usted ya, bajo el techo, Pelin! –añadió deprisa, alzando su voz a propósito y diciendo con voz pausada el nombre Pelin–. Desde atrás de los membrillos y los ciruelos que crecían al lado de las gamellas encaladas del vecino del otro lado del baldío, resonó un ladrido corto seguido por la injuria de alguien, después se extendió un silencio relativo, y Pelin se retiró obediente bajo la techumbre del granero, donde se quedó con la cabeza sobre sus patas.

Diez años antes, cuando en verano, uno de los hombres que labraba la tierra trajo un cría de mastín, con el paladar negro y la cola tronzada, Elvira, con su infinito don onomástico, junto con su hijo Virgilio, se dio prisa en llamarle Stalin, para el divertimiento de sus conocidos y de los vecinos. En esos tiempos, por las calles de la aldea, marchaban las tropas armadas hasta los dientes del Wermacht, mientras que la guerra en el oeste estaba por estallar, de modo que el nombre del dictador bolchevique del Kremlin parecía justo para un perro rumano. Hasta unos amigos de Virgilio, quienes tenían cachorros, considerando el gesto oportuno y conceptuoso, se apresuraron en su turno a seguir su ejemplo. El nombre de Stalin había llegado así a tener, por un tiempo, un doble significado: de perro, en sentido propio y figurado. Sin embargo, años despues, mientras que los tanques soviéticos estaban por hacer su traqueteo poco alentador de orugas, escuchado por las calles de la capital de Rumanía, lo que había parecido oportuno y conceptuoso, había llegado a ser inoportuno y absurdo y muchos de los stálines cuadrúpedos en la aldea habían sido llevados deprisa y matados detrás de los corrales. Todo ese tiempo, en la calle que no hace mucho resonaba bajo las botas alemanas, andaban los ivanes aficionados al vodka y al Kalasnikov. Cuando no apestaba, la liberación podía partir, por casualidad, los tímpanos o perforar tu morra. En lo que le tocaba a Virgilio, le perdonó la vida al pobre cuadrúpedo, rebautizándolo deprisa con el nombre inocente de Pelin. El nuevo nombre había sido aceptado en un instante y con inteligencia por el perro, que no había envejecido mucho de modo que no pudiese adaptarse a los tiempos que tornaban rápidamente. Solamente los vecinos y los conocidos o los parientes sonreían, por sobrentendido, cuando escuchaban a los Teodorescu llamando a su perro por su nuevo nombre. Y la verdad es que ese nuevo nombre disfrazaba perfectamente al antiguo, ahora inoportuno y peligroso.

Cuando volvió en casa, Stelian encontró a su mujer durmiendo con la lámpara encendida en la mesa y con el frasco de medicamentos en la mesilla de noche junto a una pequeña Biblia, la cual se había acostumbrado a leer antes de acostarse. Por unos instantes miró el rostro cansado por la vejez y las preocupaciones. La mujer respiraba apenas y nombraba a Cristiana en sueño, su hija menor que murió en Bucarest después del bombardeo del 4 de abril de 1944.




(fragmento de la novela „Cronica Teodoreştilor”)

Traducător / Traductora: Ana Luţaş
Revisado por Maria Eugenia Mendoza Arrubarena (Ciudad de Mexico)



Alfonso Pedraza Brevísimos Textos






Alfonso Pedraza



Bailaron téte a téte y muslo a muslo.
La música; al máximo.
Él le habló de su amor.
Ella callaba.
Él se creyó correspondido.
Ella no dijo nada.
Salieron. Fornicaron en silencio.
No se volvieron a ver.
Jamás descubrió su nombre, ni su mudez.



Al canto Cardenche.
Es la tarde en esos páramos.  Se escucha el canto “a cappella” del  labriego al finalizar sus labores.
—Chaparrita; tú eres la consentida. Mira que ya amaneció. No me engañes porque te cuesta la vida. Mira que ya amaneció. Chaparrita las horas se me hacen años y yo lo que quiero de tu amor es un desengaño. Pero ándale, ándale…
El trovador, pensando en su amada, espera una resolución. El viento, cerca del ocaso, le responde:
—Shhh, shhh, shhh.



—Señorita, ¿puede decirme qué hora es?
—…
—Voy a los Juegos Florales ¿usted?
—…
—¿Me permitiría acompañarla?
—…
—Soy un atrevido. Perdonará usted; vivo al lado suyo y sé que se llama Esperanza y además… ¡es tan bonita!
—…
La joven, lo miró con el rabillo del ojo, aceleró el paso y se perdió entre el gentío.
El joven se quedó suspirando alegre, pensando que esa bella chica nunca dijo que no.



Padre llegó de mal humor, ordenó guardar silencio: no le importó que estuviera con madre, feliz, jugando. Obedecí. Fui a mi habitación y empecé a tirar con furia todos mis juguetes. El ruido provocado enfureció al viejo. Al instante acudió ante mi cuarto. Abrió y me dijo:
—¿No sabes qué es el silencio?
—Sí, lo que existe entre tú y yo.



—¡Tanta palabrería, no me vengas con excusas, será mejor escuchar el silencio!
—Anda pues, calla y oye.
—Percibo los autos en la calle.
—¡Tápate las orejas!
—Noto un zumbido en los oídos.
—No hagas caso de ello.
—¿Qué dices?
—Ya vas logrando tu propósito.
—¿Eh?
—¡Ya… calla y sigue tratando!
—¿Y para qué me sirve el silencio si no te entiendo nada? ¡Bah!



—¿Hasta ahora me lo dices? Sabías que te amaba.
—Sabes que no soy libre, tengo esposa e hijos, y lo que ignoras… un amante.
—…
—…
La gravedad del silencio entre los dos enamorados desconcierta al autor, que opta por dejar al lector la resolución del dilema.

—¿Hasta ahora me lo dices? Sabías que te amaba.
—Sabes que no soy libre, tengo esposa e hijos, y lo que ignoras… un amante.