EUGÈNE IONESCO
NOTAS Y
CONTRANOTAS:
LA CANTANTE
CALVA
LA TRAGEDIA
DEL LENGUAJE
En 1948, antes de escribir mi primera pieza: La
cantante calva, no quería covertirme en un autor teatral. Ambicionaba
simplemente aprender inglés. El aprendizaje del inglés no conduce
necesariamente a la dramaturgia. Al contrario, me convertí en un autor teatral
porque no logré aprender inglés. Tampoco escribí estas piezas para vengarme de
mi fracaso, aunque se haya dicho que La cantante calva era una sátira de
la burguesía inglesa. Si hubiera querido y no hubiera logrado aprender
italiano, ruso o turco, se hubiera podido decir igualmente que la pieza
resultante de ese esfuerzo vano era una sátira de la sociedad italiana, rusa o
turca. Me doy cuenta que debo explicarme. He aquí lo que me sucedió: para
aprender inglés compré, pues, hace nueve o diez años, un manual de conversación
franco-inglesa, al uso de los principiantes. Me puse a trabajar. Copié
concienzudamente las frases extraídas de mi manual para aprenderlas de memoria.
Releyéndolas atentamente, no aprendí inglés pero sí, en cambio, verdades
sorprendentes: que hay siete días en la semana, por ejemplo, lo que, por otra
parte, sabía; o bien, que abajo está el piso, arriba el techo, lo que sabía
igualmente, quizá, pero en lo cual nunca había reflexionado seriamente o que
había olvidado, y que me parecía de pronto tan asombroso como indiscutiblemente
cierto. Tengo sin duda bastante espíritu filosófico como para darme cuenta que
lo que transcribía a mi cuaderno no eran simples frases inglesas en su
traducción inglesa sino verdades fundamentales, comprobaciones profundas.
No por eso abandoné aún el estudio del inglés. Felizmente, pues, después
de las verdades universales el autor del manual me revelaba verdades
particulares; y para ello este autor, inspirado, sin duda, en el método
platónico, las expresaba por medio del diálogo. A partir de la tercera lección
aparecían dos personajes que nunca supe si eran reales o inventados: el señor y
la señora Smith, una pareja de ingleses. Ante mi gran asombro, la señora Smith
informaba a su marido que tenían varios hijos, que vivían en los alrededores de
Londres, que su apellido era Smith, que el señor Smith era empleado de oficina,
que tenían una sirvienta, Mary, también inglesa, que tenían, desde hace veinte
años, unos amigos llamados Martin, que su casa era un palacio, pues “la casa de
un inglés es un verdadero palacio”. Yo pensaba que el señor Smith debía estar
un poco al corriente de todo aquello; pero, vaya a saber, hay gente tan
distraída; por otra parte, es bueno recordar a nuestros semejantes cosas que
pueden olvidar, de las cuales no tienen suficiente conciencia. Además de esas
verdades particulares permanentes, se daban a conocer otras verdades del
momento: por ejemplo, que los Smith acababan de cenar y que eran las nueve de
la noche, hora inglesa, de acuerdo con el reloj de pared.
Me permito señalar el carácter indudable, perfectamente axiomático, de
las afirmaciones de la señora Smith, así como la manera típicamente cartesiana
de razonar del autor de mi manual de inglés, pues, lo que era notable, era la
progresión superiormente metódica de la búsqueda de la verdad. En la
quincuagésima lección llegaban los Martin; la conversación se entablaba entre
los cuatro y, sobre los axiomas elementales se edificaban las verdades más
complejas: “el campo es más tranquilo que una ciudad populosa”, afirmaban unos;
“sí, pero en la ciudad la población es más densa, hay muchos negocios”, replicaban
los otros, lo que es igualmente cierto y prueba, además, que verdades
antagónicas pueden coexistir perfectamente.
Tuve entonces una revelación. Ya no se trataba para mí de perfeccionar
mi conocimiento de la lengua inglesa. Consagrarme a enriquecer mi vocabulario
inglés, aprender palabras para traducir en otra lengua lo que podía igualmente
decir en francés, sin tener en cuenta el “contenido” de esas palabras, lo que
me revelaban, hubiera sido caer en el pecado del formalismo que hoy los directores
del pensamiento condenan con justa razón. Mi ambición era mucho mayor: comunicar a mis
contemporáneos las verdades esenciales reveladas por el manual de conversación
franco-inglesa. Por otra parte, los diálogos de los Smith y de los Martin eran propiamente
teatro, ya que teatro es diálogo. Lo que tenía que hacer, pues, era una pieza
de teatro. Escribí así La cantante calva, que es por consiguiente una
obra teatral específicamente didáctica. ¿Y por qué se llama La cantante
calva y no titularla La hora inglesa, como quise en cierto momento
hacerlo? Sería una historia muy larga: una de las razones por las cuales La
cantante calva fue titulada así, es porque ninguna cantante, calva o
cabelluda, hace su aparición. Ese detalle debería bastar. Toda una parte de la
pieza está hecha colocando una a continuación de la otra frases extraídas de mi
manual de inglés; los Smith y los Martin de mi pieza, son los mismos,
pronuncian las mismas sentencias, realizan las mismas acciones o las mismas
“inacciones”. En todo “teatro didáctico”, no se trata de ser original, de decir
lo que uno piensa: sería una falta grave contra la verdad objetiva; lo
que hay que transmitir humildemente es la enseñanza misma que nos ha sido
transmitida, las ideas que hemos recibido. ¿Cómo hubiera podido permitirse
cambiar lo más mínimo en palabras que expresan de una manera tan edificante la
verdad absoluta? Siendo auténticamente didáctica, mi pieza no debía ser
sobre todo original ¡ni ilustrar mi talento!
Sin embargo, el texto de La cantante calva fue una lección (y un
plagio) sólo al principio. Las réplicas del manual que había contra inscrito
cuidadosamente en mi cuaderno escolar, al quedar allí se decantaron al cabo de
un tiempo, cobraron vida propia, se corrompieron, se desnaturalizaron. Sucedió
no sé cómo un extraño fenómeno: el texto se transformó ante mis ojos,
insensiblemente. Las réplicas del manual que había copiado correctamente, unas
a continuación de las otras, se alteraron, como por ejemplo esa verdad
innegable, cierta: “abajo está el piso, arriba el techo”. La afirmación —tan
categórica como sólida: los siete días de la semana son lunes, martes,
miércoles, jueves, viernes, sábado, domingo— se deterioró, y el señor Smith, mi
héroe, enseñaba que la semana se componía de tres días que eran martes, jueves
y martes. Mis personajes, mis buenos burgueses, los Martin, sufrieron un ataque
de amnesia: aunque viéndose, hablándose todos los días, no se reconocieron.
Otras cosas alarmantes se produjeron: los Smith nos informaban de la muerte de
un tal Bobby Watson, imposible de identificar, pues nos informaban asimismo que
las tres cuartas partes de los habitantes de la ciudad, hombres, mujeres,
niños, gatos, ideólogos, se llamaban Bobby Watson. Un quinto personaje,
inesperado, surgía por último para agravar la inquietud de los pacíficos
matrimonios: el capitán de bomberos que contaba historias en las cuales parecía
tratarse de un toro joven que hubiera dado a luz una enorme ternera, de una
rata que hubiera nacido de una montaña; luego el bombero se marchaba para no
perderse un incendio, previsto desde hacía tres días, anotado en su libreta,
que debía producirse del otro lado de la ciudad, mientras los Smith y los
Martin proseguían su conversación. ¡Ay! las verdades elementales y sensatas que
ellos enunciaban a continuación unas de otras, se habían vuelto descabelladas,
el lenguaje se había desarticulado, los personajes se habían descompuesto; la
palabra, absurda, se había vaciado de su contenido y todo acababa en una pelea
cuyos motivos era imposible conocer, pues mis héroes se enrostraban no ya
réplicas, ni siquiera fragmentos de proposiciones, ni palabras, sino sílabas, o
consonantes, ¡o vocales!...
... Para mí, se trataba de una suerte de desmoronamiento de la realidad.
Las palabras se habían convertido en cáscaras sonoras, desprovistas de sentido;
también los personajes, desde luego, se habían vaciado de su psicología y el
mundo se me aparecía bajo una luz insólita, quizá su verdadera luz, más allá de
las interpretaciones y de una causalidad arbitraria.
Al escribir esta obra (pues esto se había convertido
en una suerte de pieza o antipieza, es decir, una verdadera parodia de una
pieza de teatro, una comedia de la comedia) sentía un verdadero malestar,
vértigo, náusea. De cuando en cuando me veía obligado a detenerme y, al mismo
tiempo que me preguntaba qué diablos me forzaba a seguir escribiendo, iba a
echarme en un sofá con el temor de verlo caer en la nada; y yo junto con él.
Cuando terminé este trabajo me sentí, sin embargo, muy orgulloso. Imaginaba
haber escrito algo así como una tragedia del lenguaje... Cuando se
representó me sorprendió casi oír reír a los espectadores que tomaron (y
siempre toman) estas cosas alegremente, considerando que era una comedia, incluso
una broma. Algunos (Jean Pouillon, entre otros), los que sintieron el malestar,
no se equivocaron. Hubo otros que advirtieron que se trataba de una burla al
teatro de Bernstein y sus actores: los actores de Nicolas Bataille lo
advirtieron antes, al representar la pieza (sobre todo en las primeras
representaciones) como un melodrama.
Más tarde, al analizar esta obra, críticos serios y doctos la
interpretaron sólo como una crítica de la sociedad burguesa y una parodia del
teatro de boulevard. Acabo de decir que admito esta interpretación: sin
embargo, no se trata, en mi opinión, de una sátira de la mentalidad
pequeño-burguesa relacionada a tal o cual sociedad. Se trataba, sobre todo, de
una suerte de pequeña burguesía universal, puesto que el pequeño burgués es el
hombre de las ideas recibidas, de los slogans, el conformista de todas
partes: dicho conformismo es revelado, desde luego, por su lenguaje
automático. El texto de La cantante calva o del manual para aprender
inglés (o ruso o portugués), compuesto de expresiones hechas, de los clisés más
gastados, me revelaba, por eso mismo, los automatismos del lenguaje, del
comportamiento de la gente, “el hablar para no decir nada”, el hablar porque no
hay nada personal que decir, una ausencia de vida interior, la mecánica de lo
cotidiano, el hombre inmerso en su medio social sin diferenciarse de él. Los
Smith, los Martin no saben ya hablar porque ya no saben pensar, no saben ya
pensar porque ya no saben conmoverse, ya no tienen pasiones, no saben ya ser,
pueden “transformarse” en cualquier persona, en cualquier cosa, pues al no ser
ya no son sino los otros, el mundo de lo impersonal, son intercambiables: se
puede poner a Martin en lugar de Smith y viceversa, que no nos daremos cuenta.
El personaje trágico no cambia, no se quiebra; es él, es real. Los personajes
cómicos son personas que no existen.
(Comienzo de una charla pronunciada en los
Institutos Franceses de Italia, 1958)
De Notes et contre-notes, Editions Gallimard,
Paris, France, 1962. Versión castellana, Notas y contranotas. Estudios sobre
el teatro. Editorial Losada, S. A., Buenos Aires, Argentina, 1965,
traducción de Eduardo Paz Leston