Martín Sosa Cameron
LOS HIJOS DE
KANKUSI
Eduardo: juega al ajedrez con su sombra y muy pocas veces puede vencerla.
Aurelio:
tiene tal plasticidad de movimientos que puede morderse las orejas y mirar su
propia nuca.
Laura:
es dulce, buena, delicada y hermosa; de allí que sólo reciba la indiferencia de
casi todos.
Juliano:
tiene varias piernas; con unas camina de aquí para allá, con las otras puede
—simultáneamente— permanecer sentado; jamás se cansa.
Lantulina:
posee dos cabezas y está siempre alerta; mientras una duerme la otra acecha
como una víbora.
Ernesta:
sólo hace el amor consigo misma y ya está embarazada.
Worón:
anda tanto entre y a través de los otros que uno siempre está tentado de creer
que es un ser real.
Orsano:
no hay manera de que aprenda algún idioma de los hablados, pero se entiende sin
dificultad con arañas, serpientes y polillas, con las que sostiene largas y
animadas querellas.
Eusebio:
cíclope y ciclán, adivina el futuro de quien lo consulte; mira al interrogador
desde su inmenso monóculo, especialmente indicado para su diplopía.
Cosentina: rara sirena con la parte superior en forma de pescado y la inferior de
mujer; hace quince años está encinta y todos se preguntan qué saldrá de sus
entrañas cuando llegue el momento del parto.
Ramón:
su cuerpo carece por completo de huesos y toma las formas que mejor convienen a
sus variables estados de ánimo.
Ejofú:
por su mezcla de varios seres es fácil de confundir con una persona vulgar.
Alejandra:
al revés de Orsano, habla una sola lengua, pero es tan confusa que todos
entienden lo contrario de lo que dice.
Marsain:
cuando duerme, sus sueños se reflejan en su frente como en una pantalla; y, si
uno se atreve a apoyarle una mano encima de las cejas, quedarán impresas en su
palma las imágenes oníricas de su dueño.
Felipón:
el único dotado artísticamente; sus poemas concretos parecen pinturas, sus
esculturas maquetas de arquitecto, y su música se transforma en cemento cada
vez que interpreta con singular esfuerzo en un violín del que jamás extrae
sonido alguno, llenando su alrededor de escombros.
Caridad:
tan desdichada en sus relaciones con los únicos que le son fieles: sus
enemigos.
Tancredo:
siendo su corazón de piedra y su cabeza hueca, se entretiene introduciendo una
mano en su propia coronilla y, empujándola hacia el interior del pecho, la saca
afuera con su corazón entre los dedos, lo exhibe orgulloso y lo regresa a su
lugar, una y otra vez.
Héctor: es tan estúpido que aparenta inteligencia; tiene la facultad de
materializar sus pensamientos, concentrándose en ello todo el día; en los
veintitantos años que lleva acumulando sus ideas, puede contemplarlas con
alborozo y ver que juntas ya alcanzan el tamaño de una uva.
Dora:
semejante a Worón, al poco tiempo de nacer pensaban que era muy pequeñita hasta
que comprobaron que carecía de cuerpo; sólo tiene la cabeza.
Antonio:
su imagen se refleja en todas partes como si permanentemente lo rodearan
espejos, por lo que, cansado de su propia visión, prefiere desplazarse al
tanteo con los ojos cerrados buscando sitios oscuros, únicos lugares en donde
se siente cómodo.
(Nadie debe sorprenderse de semejante
descendencia si observa con atención y descubre que la madre y el padre son un
mismo individuo, habitante casi siempre, como Antonio, de rincones poco
iluminados, pues si le da la luz, aventajando a Eduardo, invariablemente
proyecta, desde su único cuerpo, dos sombras.)
<< Home