Daniel Dragomirescu
ENCADENADO POR LA LEY
En un día soleado al
principio del otoño de 1950, cuando toda Rumanía estaba esperando la llegada de
los americanos con la respiración entrecortada, y los días del régimen de
Groza-Dej parecían más contados que nunca, Stelian Teodorescu, ex inspector en
el Instituto de la Cooperación, retirado antes del final de la guerra y
avencidado definitivamente en el campo, recibió inesperadamente una carta de
Bucarest por la cual se le comunicaba que, puesto que poseía diez hectáreas de
terreno, las cuales labraba con „brazos de asalariados”, el Ministerio del
Trabajo y de las Previsiones Sociales, mediante una comisión especialmente
constituida, había tomado la decisión de dimitirle el derecho a una pensión.
Después de plegar el
documento, con la cara pálida, Stelian Teodorescu miró a su mujer sin decir una
palabra, se levantó lentamente de la silla y salió de la casa. Por primera vez
en mucho tiempo sentía imperiosamente la necesidad de echar bocanadas de humo
de un cigarillo, pero como había dejado de fumar antes de llegar a ser un
fumador empedernido, estuvo satisfecho con respirar profundamente el aire
fresco de la noche. Se encaminó a paso ligero hacía el cercado de la calle.
Inclinando la cabeza, saludó a un vecino, quien estaba en frente de la puerta y
parecía que estaba esperando a empezar una conversación con alguien, después se
encaminó hacia atrás del corral donde estaba la construcción sólida de un
granero, lleno hace mucho tiempo, pero que llegó a ser innecesario en los
últimos años, desde que se habían instituido las cuotas agrícolas obligatorias.
De paso, su mirada se detuvo en el baldío de al lado donde hace no mucho tiempo
se había erguido la casa paterna de Trifu, un mozo entrado en
años, sin padres, quien dilapidó de un día para otro la poca fortuna que tenía
y quien había desaparecido en alguna parte de Bucarest. En su momento, el nuevo
dueño se había dado prisa en echar a tierra la casa en ruinas, pero no parecía
tener ninguna intención de construir una nueva en su lugar por razones
solamente suyas.
Se detuvo al lado del
tronco áspero y sólido de una morera vieja –que estaba muy grande ya hace
cuarenta años, cuando se casó y vino del pueblo natal de Elvira, como maestro de
escuela– Stelian Teodorescu se apoyó con una mano en el cercado divisorio y se
quedó con la mirada fija hacia el baldío de al lado –desierto y triste como un
cementerio– por encima de cual, junto
con las sombras de la noche, los murciélagos habían empezado a volar a placer.
El imprevisto disgusto con el cual se acababa el verano y el período más o
menos tranquilo de los últimos cinco o seis años, cuando llegó a acostumbrarse
a su nueva vida de pensionado, le entristecía tanto cuanto le preocupaba. Cada
vez que había pensado en los disgustos que podría haber tenido con los
„camaradas”, quienes habían llegado al frente del país, junto a su régimen
político traído en tanques soviéticos, no había imaginado seriamente que esas
podrían haber sido causadas precisamente por esos pedazos de tierra esparcidos
por algunas cuatro aldeas –por la vega del Arges y del Sabar–, que juntos no
significaban ni la cuarta parte de una finca verdadera. Por décadas esas partes habían sido dadas al
trabajo „en parte” y nunca la gente que había trabajado allí se mostró descontenta
de algo, al contrario, año tras año, pidió seguir labrando esas tierras,
indicio de que el trato le convenía. Es más, él había cerrado los ojos con
benevolencia cuando las cosechas de trigo y maíz en las parcelas más lejanas
fueron menores en el pueblo a lo que había sido arreglado o contratado. Y
fíjense que ahora los que le acusaban inesperadamente invocaban en justicia
justamente esas tierras, en manos de alguna gente que ofrecía benévolamente sus
„brazos de asalariados”, que le habían servido mucho y ni siquiera tuvieron
alguna razón de quejarse porque las cosas no hubieran sido como deberían de
ser. La verdad es que entonces él, Stelian Teodorescu, se había sentido
protegido, porque nunca había hecho política militante al servicio de algún partido
de gobierno en los años 20 o 30 y no había sido ni hombre de Carlos II o de
Antonescu; había cuidado de su trabajo realengo honestamente y nada más.
Mientras se atormentaba
así, hurgando en su mente por alguna culpa suya que justificara lo que estaba
por sucederle, se sobresaltó al escuchar un ruido alrededor. Se movió de al
lado del cercado, volvió su cabeza y encontró la mirada del perro Pelin que se
estiró a sus pies en la yerba y le miraba fijamente con sus ojos húmedos, como
si hubiese entendido las preocupaciones que le atormentaban el alma y hubiese
querido ayudarle si hubiese podido. La cabeza grande con orejas aguzadas y
hocico negro alargado le daban un aire solemne y respetable de mastín entregado
a su amo.
- ¿Tú tambien has venido
a ver si me aprovecho de los brazos de asalariados, por apoyarme en este
cercado, Stalin? –le habló el hombre–,
olvidando por unos momentos que tenía que tener cuidado con lo que decía,
incluso en su propia casa. Inmediatamente después empezó a toser e investigar
los alrededores, pero no parecía haber nadie que oyera sus palabras no bien
mesuradas. –¡Usted ya, bajo el techo, Pelin! –añadió deprisa, alzando su voz a
propósito y diciendo con voz pausada el nombre Pelin–. Desde atrás de los
membrillos y los ciruelos que crecían al lado de las gamellas encaladas del
vecino del otro lado del baldío, resonó un ladrido corto seguido por la injuria
de alguien, después se extendió un silencio relativo, y Pelin se retiró
obediente bajo la techumbre del granero, donde se quedó con la cabeza sobre sus
patas.
Diez años antes, cuando
en verano, uno de los hombres que labraba la tierra trajo un cría de mastín,
con el paladar negro y la cola tronzada, Elvira, con su infinito don
onomástico, junto con su hijo Virgilio, se dio prisa en llamarle Stalin, para
el divertimiento de sus conocidos y de los vecinos. En esos tiempos, por las
calles de la aldea, marchaban las tropas armadas hasta los dientes del
Wermacht, mientras que la guerra en el oeste estaba por estallar, de modo que
el nombre del dictador bolchevique del Kremlin parecía justo para un perro
rumano. Hasta unos amigos de Virgilio, quienes tenían cachorros, considerando
el gesto oportuno y conceptuoso, se apresuraron en su turno a seguir su
ejemplo. El nombre de Stalin había llegado así a tener, por un tiempo, un doble
significado: de perro, en sentido propio y figurado. Sin embargo, años despues,
mientras que los tanques soviéticos estaban por hacer su traqueteo poco
alentador de orugas, escuchado por las calles de la capital de Rumanía, lo que
había parecido oportuno y conceptuoso, había llegado a ser inoportuno y absurdo
y muchos de los stálines cuadrúpedos en la aldea habían sido llevados deprisa y
matados detrás de los corrales. Todo ese tiempo, en la calle que no hace mucho
resonaba bajo las botas alemanas, andaban los ivanes aficionados al vodka y al
Kalasnikov. Cuando no apestaba, la liberación podía partir, por casualidad, los
tímpanos o perforar tu morra. En lo que le tocaba a Virgilio, le perdonó la
vida al pobre cuadrúpedo, rebautizándolo deprisa con el nombre inocente de
Pelin. El nuevo nombre había sido aceptado en un instante y con inteligencia
por el perro, que no había envejecido mucho de modo que no pudiese adaptarse a
los tiempos que tornaban rápidamente. Solamente los vecinos y los conocidos o
los parientes sonreían, por sobrentendido, cuando escuchaban a los Teodorescu
llamando a su perro por su nuevo nombre. Y la verdad es que ese nuevo nombre
disfrazaba perfectamente al antiguo, ahora inoportuno y peligroso.
Cuando volvió en casa,
Stelian encontró a su mujer durmiendo con la lámpara encendida en la mesa y con
el frasco de medicamentos en la mesilla de noche junto a una pequeña Biblia, la
cual se había acostumbrado a leer antes de acostarse. Por unos instantes miró
el rostro cansado por la vejez y las preocupaciones. La mujer respiraba apenas
y nombraba a Cristiana en sueño, su hija menor que murió en Bucarest después
del bombardeo del 4 de abril de 1944.
(fragmento de la novela
„Cronica Teodoreştilor”)
Traducător / Traductora:
Ana Luţaş
Revisado por Maria
Eugenia Mendoza Arrubarena (Ciudad de Mexico)
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