La marcada deshumanización del
hombre en el siglo XX puede representarse claramente en dos autores que abren y
cierran ese período: Franz Kafka y Eugène Ionesco. Ellos demuestran cómo,
acelerado e inflexible, se da el proceso de vaciamiento interior,
despersonalización e incomunicación. En Kafka es el aislamiento respecto al
prójimo, hasta llegar en Ionesco al individuo que no se tiene a ni sí mismo. En
Kafka los hombres son números, mientras que, en Ionesco, el mayor invento
humano —el lenguaje— es inútil(1) y los oradores son mudos(2). No hay
comunicación ni exterior ni interior.
Por encima del pasado,
presente y futuro, está lo que permanece, el siempre. En la historia no se ha
recorrido ninguna vía sin que antes no fuera concebida o señalada por un hombre
superior que la pensara. El poder en la historia, en los seres intrascendentes,
está dado y limitado por el Estado y el hacer político, es un mundo de
gobernantes y funcionarios, el hoy, el ahora, que se pierde en el pasado y se
desvanece en un futuro que sólo ve incesantes reemplazos, mientras el
verdadero, el profundo poder, lo tienen los hombres con pensamiento y con obra,
los intelectuales. Jamás hombre alguno ha tenido proyección de influencia fuera
de su tiempo sin obra intelectual, ¿qué imperio, gobierno o tirano ha
persistido, señalado y actuado sobre el porvenir con el peso de Aristóteles,
Platón, Virgilio, San Agustín o Lutero, por ejemplo, hombres que jamás tuvieron
cargo estatal? Ninguno. Ellos son arquitectos, conciben e impulsan ideas y
sistemas de pensamiento. Los otros, gobernantes, son meros y simples
ejecutores, concretan su tarea de albañiles. Tanto que los hayamos leído o
estudiado, como que no, los humanos dependemos de lo que plantean las ideas,
anuncia el arte, descubre la ciencia y comprueban los hechos. Afirma con
exactitud Ortega y Gasset, tan certero al señalar al “hombre masa”, que a la
historia no la hacen los Alejandro ni los Napoleón, la hacen los intelectuales,
los pensadores… A una obra, un edificio, la concibe un hombre superior, y la
concreta uno del resto; los primeros son irreemplazables, los segundos son
millones. Afirma Ionesco, “El que tiene un espíritu no se parece a los demás”:
uno que gobierna sólo ocupa un sitial del Estado, acto que cualquiera puede
repetir, en cambio un intelectual está en lo más alto del hacer humano, único,
irreemplazable, en categorías que no se puede usurpar. El gran hombre está por
encima de su tiempo y época: “Yo no escribo para el hoy, ni para el mañana, yo escribo para el pasado mañana..."
(Nietzsche) y “Querer pertenecer a su época, es haber sido superado” (Ionesco).
¿A qué viene todo esto? Es simple:
en Rumania, su país de nacimiento, Ionesco estuvo prohibido por un sistema
estatal donde se sucedían los tiranos y la población era esclava.
Afortunadamente, superada esa prolongada e imperdonable injusticia, sus
compatriotas pueden disfrutar de su legado, los dictadores quedaron atrás.
Ionesco rechaza la violencia,
la vulgaridad y la pobreza mental. Es palpable en él su odio a la injusticia y
al comunismo, culpable de persecuciones y genocidios, el máximo enemigo de la
humanidad moderna, máquina de mentiras y crueldades. Jamás un obrero, un
proletario, gobernó los países donde se estableció.
Leer a Ionesco abre infinitas
perspectivas a quien se entrega a sus textos; su teatro puede, en escena, tanto
llamar la atención como hacer dudar de su altura artística: lo que se ve,
representado, sin término medio, ¿es deslumbrante o no tiene valor? La puesta
en escena depende de director, actor, lugar, pero la lectura —sólo variable (no
débil) ante traducción o censura— es más poderosa e íntima, pertenece al autor
y al lector. Con él, más que con cualquier otro, aprendí a leer, releer, e
intentar escribir teatro… Su visión me sirvió para interpretar y expresar, en
un caos organizado, mi observación a partir de donde había llegado y llevado
Ionesco… Él es grande, yo, su lector, solamente un aprendiz…
1 La cantante calva
2 Las sillas
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