Daniel Teobaldi
CUENTOS
Es extraño: siempre advierto alguna
diferencia en el pequeño cuadro, cuando me detengo a mirarlo.
La pintura reproduce la imagen de un
labrador en medio de un vasto campo dorado. El horizonte -dorado también-
cambia con brusquedad para transformarse en cielo intenso y diáfano. Algún ave
que cruza, y el labrador, con su hoz pequeña, recogiendo el grano.
Es un labrador como cualquier otro
que regresa a su casa, después de trabajar durante todo el día, donde lo
aguardan su esposa y sus hijos. Los pequeños lo reciben alborozados.
- ¿Y Luis?, pregunta a la mujer, que
está de espaldas, preparando la cena.
- Todavía no ha vuelto, le responde.
Mira el labrador por la ventana y
dice que ya es demasiado tarde.
- Tendría que estar de vuelta.
La mujer lo mira.
- Después de la discusión...
- Él no me entendía, dice
sobresaltado el labrador.
Grita otras palabras inaudibles.
Reprimidas palabras. Ingobernables letanías.
Los niños se arroban en un rincón
oscuro, aturdidos por la escena. Temen alguna reacción desconocida de su padre.
Él gesticula y pide que le digan si no tiene razón.
Mientras tanto, la luz de la lámpara
se intensifica, al momento en que el sol muere por ese día.
El pan blanco. El vino. La sopa
espesa. Algunas legumbres, carne cocida y hortalizas frescas. Después, la fruta
en almíbar.
- Y Luis todavía no ha vuelto.
La mujer procura tranquilizarlo.
- Ya va a estar con nosotros, de
nuevo, como antes.
- Creo que he sido demasiado duro
con él.
No sin inquietud, el labrador se
levanta de la mesa y sale, para contemplar el cielo, poblado de estrellas
infinitas, mirándolo impasibles.
El silencio quebrado por algún ruido
de la noche.
Y el inmenso ombú antiquísimo,
desplegando sus ramas como umbrosa red indescifrable.
La alborada, que clarea de sol el
cerro de enfrente.
La infusión caliente. El pan
crocante, con manteca y miel.
- Hay que decirle a Roberto que
traiga más. Sus abejas sí que saben trabajar.
- Mientras le prepare una buena
bolsa de granos, el cambio va a seguir.
El labrador toma su gorra, la
pequeña hoz y sale al campo.
En la puerta, mira los ojos de su
mujer.
- Cuando vuelva, mandámelo. Quiero
hablar con él.
La mujer asiente con la cabeza,
sumisa, al momento que ve cómo su esposo marcha al trabajo. Como todos los
días.
El horizonte dorado, interrumpido
por el cielo muy azul.
La imagen del labrador, con
movimientos acompasados, y a lo lejos, un pequeño bulto oscuro, aproximándose.
Lentamente.
El labrador se endereza, se saca la
gorra, se enjuga el sudor de la frente y mira eso que se acerca más y más, cada
vez.
Es su carro, tirado por el caballo.
Lo maneja su esposa.
Trae a Luis.
El carro se detiene. Los niños
juegan entre las doradas espigas.
Luis se baja. Mira a su padre y,
entre los dos, empiezan a cargar el carro con granos.
Es extraño: el cuadro exhibe ahora
un carro tirado por un caballo, una mujer que lo guía, y dos labradores
cargándolo.
Regocijado de tanto desconcierto, me
levanto, tomo mi pequeña hoz -tengo puesta la gorra-, y me voy al campo.
Luis me debe estar esperando.
Éramos siete los sobrevivientes. De
eso estábamos seguros.
Habíamos llegado nadando hasta la
playa. El avión yacía en el fondo del océano.
Buscamos un refugio antes de que
anocheciera. Allí secamos nuestras ropas mojadas.
Cuando desperté, a la mañana
siguiente, vi que estaba solo; los otros seis habían desaparecido.
Los llamé; indagué entre bosques
oscuros y rocas inmensas; en la espesa vegetación y a la vera de arroyos
incipientes. Y no los encontré.
Entonces me dispuse a colaborar con
la precariedad de mi situación, como cualquier robinson solitario.
Entre mis actividades contaba la
permanencia en la playa, durante varias horas, por si alguna embarcación o
avión pasaba y descubría mi presencia en la isla. Procuré hacer un pequeño
fuego, a fin de que por el humo pudieran saber que yo estaba allí.
Una tarde, faltando poco para que
cayera el sol, vi que unos hombres se aproximaban a la playa nadando. Salieron
del océano turbulento y se echaron en las arenas blancas y todavía cálidas.
En un primer momento, sentí cierto
recelo en acercarme a ellos. Los vi dispersos; tomé fuerzas y fui.
Eran siete; vestían camisas y
pantalones; todo semejante a mi propio accidente.
Dormían. Los miré y volví a mi
refugio.
Por la mañana, sólo quedaba uno que,
al despertar, miró hacia todos los flancos y se internó en la espesura,
corriendo.
Lo busqué durante toda esa mañana,
sin hallarlo. Pero, al regresar a mi refugio, lo encontré dentro. Lo miré;
intenté hablar con él. Pero todo esfuerzo resultó inútil, porque me ignoró con
una indiferencia absoluta.
Lo más extraño era que ese hombre
tenía mi rostro y mi contextura física.
Yo volví con mi rutina playera
diaria. También el otro lo hacía.
Cuando el ocaso se aproximaba, ambos
nos retirábamos a nuestros refugios.
Lo curioso consistió en que el
naufragio con siete sobrevivientes, de los cuales sólo uno quedaba, se
repitió día de por medio.
Ahora, todas las tardes, somos
varios los robinsones solitarios con mi rostro que aguardamos en la playa,
junto a nuestros fuegos humeantes, el rescate.
Todos ignorándonos.
Uno siempre parte de un recuerdo.
Deja que las imágenes se acerquen; que lo rodeen, como espectros prudentes a la
espera de alguna orden sombría; y después, el acecho jubiloso, sereno, en medio
de una melopea tranquila y desafiante. Apenas ingresadas en ese instante, en
morosa procesión, las imágenes de los recuerdos van adquiriendo formas
distintas. Todas tienen un modo particular de configurarse porque, por esa
manera, precisamente, uno puede reconocerlas e identificarlas.
Miro por la ventana, y todos los
árboles parecen columnas de un templo sagrado y oscuro y viviente. Y las alas
tensionadas de aves grises y húmedas, sobrevolando las copas de esos pilares, y
los rostros ocultos de seres indefinidos que me husmean, que husmean los
alrededores, y que se vuelven, desandando los pasos que otros pudieron dar
antes de que ellos regresaran del templo.
Todavía permanece en mi recuerdo la
imagen de un niño, con ropas raídas y quemadas, caminando lentamente, con el
rostro tiznado y mojado por las lágrimas de la soledad reciente, y con una rama
en la mano, a modo de cayado, buscando algo que ni siquiera él mismo sabía. Esa
imagen se repitió muchas veces en mis sueños, hasta dejarme inmerso en el más
absoluto de los insomnios. Hasta transformarme en alguien que ha perdido por
completo el sentido de la realidad, porque, entre sus sueños, ya no puede
encontrar otro sueño más que ese. Y los amaneceres que se reiteraban con la
misma luz, con las mismas agonías, con las mismas venganzas acechando detrás de
cada umbral.
Una noche albergué al niño en mi
cabaña. Lavé su rostro y sus pequeñas manos con agua fresca. Cenamos juntos. Ni
una sola palabra pude obtener de él. Apenas unas señales de aprobación o de
afirmación o de negación. Algún rechazo. Y nada más. Cuando acabamos de cenar
le pregunté su nombre. Silencio. La música de un piano cercano y solitario
había empezado a ocupar el espacio de las palabras ausentes.
Afuera, la noche permanecía envuelta
en la neblina y en la humedad. Volví a preguntarle el nombre. Sus ojos se
mantenían en el plato vacío. Sólo advertí una reacción en el rostro cuando
aquel piano empezó a ejecutar una melodía que también a mí me resultó familiar.
Buscó la ventana, la abrió y miró durante un largo rato el paisaje sombrío y
profundo que le brindaba la oscuridad exterior. Su rostro permanecía
imperturbable, como concentrado en esa música improvisada. El viento parecía
haberse calmado en ese momento.
Una vez que levanté todos los
enseres de la mesa, traje unos libros y continué con algunas notas que estaba
tomando. Cuando el piano dejó de escucharse, el niño continuó un momento más
junto a la ventana, hasta que se volvió mirándome, y se sentó a mi lado. Le
pregunté si quería acostarse. Asintió con la cabeza. Le había preparado una
habitación que reservo para huéspedes. El pequeño quedó inmerso en la
oscuridad.
Al día siguiente, ya no lo encontré
en la habitación. Por toda respuesta había una ventana abierta, y el aire
fresco y puro ingresando. Miré por la ventana. El aire dio en mi rostro, y tuve
toda esa libertad enfrente, tanta que llegué a experimentar cierto recelo. Una
especie de miedo ancestral, que se sumergía y me sumergía en un pasado,
primigenio, originario. Pero terminé explicándome y justificando el proceder
del niño que había escapado.
Esa mañana bajé al pueblo, en busca
de alimentos, y, además, con el propósito de preguntar por el niño. Nadie supo
decirme nada, salvo un viajante que, comedido, me dijo que tenía la impresión
de haber visto a un niño con las características que yo había dado. Pero lo
curioso de esto, fue que también surgió la voz de una mujer, que atestiguó,
casi de inmediato, haberse encontrado con el pequeño. Le di unas frutas y se
fue, dijo.
Le pregunté al viajante si hacía
mucho que lo había visto. Esta mañana, me respondió. Y la mujer agregó que ella
también lo había atendido esa misma mañana.
Por la noche esperé en la galería de
la cabaña, por si regresaba. Había lloviznado durante todo el día, y la
ausencia del sol hacía que el aire fuera una brisa fresca y espesa. Permanecí
atento a cualquier movimiento que se produjera. Pero todos los intentos fueron
vanos. Adentro, me aguardaba el fuego exiguo del hogar y una lámpara fiel sobre
la mesa.
Busqué la cena y la dejé preparada.
Cuando fui a cerrar la ventana pude escuchar unos ruidos. Salí de la cabaña y
no encontré nada. La noche ya se había transformado en una sombra profunda, a
la que solamente el rasguido de algunos grillos le daban las propiedades de la
amplitud.
Al regresar a la cabaña, lo encontré
sentado a la mesa, como a la espera de recibir la cena. Por supuesto que no me
dijo nada. Tampoco le pregunté sobre ese día. Sus cabellos delgados estaban
húmedos, y sus pequeñas botas denotaban el barro mezclado con arena de esas
calles desiertas y casi inimaginadas. Preferí darle la cena y hacerlo que se
cambiara de ropas, al menos para dormir. Al otro día, las suyas, ya estarían
secas, porque iba a dejarlas durante toda la noche junto al fuego.
Sin despedirse, fue hasta su
habitación. Recuerdo que dejó la puerta entreabierta, como para que la luz de
mi lámpara ingresara a ese antro oscuro y sin formas.
Y una vez más, la música del piano
empezó a llegar hasta nosotros, no muy lejana. Eran los mismos sones de la
noche anterior. Entonces él, como hipnotizado por esa melopea, abrió la ventana
y permaneció allí hasta que la música dejó de escucharse. Pude darme cuenta de
ello, porque yo había estado en mis lecturas hasta que la melodía cesó. Cuando
ocurrió eso, fui a dormir.
Esa noche tuve un sueño desapacible.
Solamente conservo en mi memoria una
imagen del niño que, mientras me miraba, incineraba la cabaña. En el medio de
todo ese infierno, lo único que yo atinaba a hacer era abrir las ventanas,
esperando que el fuego acabara, entonces ingresaba un viento, espeso y celeste,
que apagaba el fuego, dejando todas las cosas teñidas de ese color. Y en un rincón,
el pequeño, mirando azorado todo ese espectáculo estremecedor.
Desperté sobresaltado. Me levanté
buscando agua. De regreso a mi habitación miré hacia el interior del cuarto
donde estaba el pequeño. Pero nada encontré. Lo busqué casi desesperado. Pero
no lo encontré.
La ventana estaba abierta. La cama
parecía no haber sido usada. Las ropas no estaban en ninguna parte. Solo la
música del piano, que se repetía incesantemente, en un tempo lento. El
arrebato de la impotencia me llevó a buscar la puerta de salida y a largarme,
en medio de la espesura de la noche, para seguir el reguero que esos sones
estaban dejando en toda esa geografía.
En un momento la lámpara se
transformó en un recuerdo. Tuve la impresión de que ya no la necesitaba más,
porque podía ver en la oscuridad, sin mayores dificultades. Por eso no me
desesperé cuando la perdí. Únicamente un par de chicotazos abrieron la piel de
mi rostro, dejando caer un hilo exiguo de líquido cárdeno, espeso y caliente.
Sin embargo, no lo sequé, ni lo limpié. Seguí mi camino, porque consideraba
mucho más urgente llegar hasta ese lugar.
Los sones se hacían cada vez más
fuertes. El volumen iba aumentando progresivamente, según me aproximaba al
origen.
Hasta que, de repente, la música
cesó.
Ese hecho terminó de desorientarme.
Fue como si hubiera caído un manto oscuro en medio de tanta claridad alcanzada,
vaya uno a saber por qué medios.
Ni siquiera estaban allí los
grillos, coreando su habitual melopea
nocturna. Sólo el silencio y la sombra.
Detuve mi marcha. Juzgué que
continuar no significaba demasiado, en ese momento.
Traté de regresar, siguiendo el
camino que había hecho, pero al darme cuenta de que estaba en el centro del
bosque, no intenté seguir. Había algo que era más fuerte que yo y que, en ese
momento, estaba venciendo. Entonces decidí quedarme en ese lugar, sin avanzar
ni retroceder, dejando que el silencio me invadiera por completo.
Abrí los ojos. Miré a mi alrededor.
Estaba en la cabaña. En el interior
de la cabaña.
Solo.
En el medio del silencio.
Abro mi cuaderno de notas y escribo:
"De aquellas playas desiertas,
me queda el recuerdo de la amplitud del cielo. Cada vez que el crepúsculo me
toma desprevenido, regresan a mi memoria las imágenes seguras de la playa y,
junto a esas imágenes, el recuerdo de un cielo infinito y azul que se desgrana
en una música aterciopelada, y que no me abandona por días, tantos días como
los que demoro mi permanencia en la casa que está frente a la playa, en ese
lugar pleno de silencio y de mar, tan cercano que ni siquiera el sol puede
abarcar. Con una marca definida entre las sombras y los destellos, allí, donde
nada es lo que parece que fue, me pregunto cada vez con menos prisa sobre los
hechos. Allí, donde nadie puede responderme, porque las respuestas no
significan nada. Busco, y por más que lo hago me encuentro con las manos
vacías."
Leo lo que acabo de escribir.
Acaso, iniciar así mi relato me
ofrezca la posibilidad de afrontar con mayor fuerza lo que la memoria me trae,
como el mar, que lleva y que trae lo que todos han dejado caer en él.
Como este viento celeste, que
ingresa por la ventana abierta, que lleva y que trae aromas antiguos y remotos.
Esa misma ventana que permanece
abierta, desde que el niño la dejó así: entre los recuerdos, camino al bosque.
A veces me dan ganas de leer esas
revistas que traen artículos sobre el cuidado del bebé en el invierno, o cómo
mejorar el jardín, o la cocina rápida para la Navidad, me dijo, buscando un
diario viejo, que había guardado quién sabe cuándo entre tanta ropa inservible
y tanto espacio oscuro, ahí, en el fondo ignoto del placar.
Melisa revolvió todo lo que tenía a
mano. Le pregunté qué había en ese diario. Lo busco porque salió un cuento de
tío Raúl. ¿Te acordás de los cuentos camperos que escribía tío Raúl? Le confesé
que me costaba sobremanera traer a mi memoria los cuentos camperos de tío
Raúl, pero está bien: buscá y después decime a dónde vas a poner todo lo que
sacaste.
Ella me contestó un bueno, está
bien, ya va, esperate. Lo dijo desde adentro del placar.
Fui al patio. Estaba fresco y
nublado. El canario color anaranjado permanecía en silencio. Tito cantaba
solamente cuando había sol. Me acerqué a la pequeña jaulita, metí el dedo entre
los barrotes, removí un poco el alpiste, le silbé, para ver si le sacaba algún
gorjeo, pero nada. El bichito me miró de reojo, saltó de la hamaca al bebedero,
y siguió su rutina leve de ir de un lado a otro de ese espacio reducido.
Regresé a la habitación. Te traigo
un mate, le dije a Melisa, mientras me acercaba por el pasillo. Pero Melisa no
me respondió. Cuando entré al dormitorio, la vi, recostada en la cama, con un
diario abierto, leyendo, con absoluta atención, uno de los cuentos camperos de
tío Raúl.
- Sabés qué, me preguntó.
- No.
- Tío Raúl era un gran escritor.
- Como muchos que mueren en el
anonimato, le dije.
- Pero si tío Raúl no ha muerto.
- Melisa, tío Raúl falleció hace dos
años. Cómo no te vas a acordar.
- Tío Raúl está perfectamente vivo y
con salud.
- ¿No te acordás de que cuando
murió, vino tío Venancio del campo, y después nos fuimos todos a comer el asado
que tío Venancio había traído?
Melisa me miró y me dijo que éramos
unos bestias; que cómo iba a hacer una cosa semejante.
- Además, eso ocurrió cuando murió
tu tío Benjamín.
- Melisa, estás con fiebre: mi tío
Benjamín murió cuando todavía no estábamos casados. Fuimos con papá y con mamá,
en la camioneta de Pablo, esa que todavía usa para trasladar parte de la
cosecha. Pero eso fue hace mucho. Lo de tío Raúl pasó un par de años atrás.
Melisa siguió recorriendo la página
del diario con los ojos.
- No estoy convencida. Voy a llamar
a tía Maruca para que me diga.
Pensé que estaba exagerando las
cosas. Le dije que no hacía falta, que pensara lo que quisiera, que si ella
creía que tío Raúl aún vivía, que estaba bien.
- No importa. Le hablo a tía Maruca
y de paso le pregunto cómo está.
Me crucé al almacén para comprar dos
bollitos de pan. Antonio, desde atrás del mostrador, me preguntó por Melisa.
- Y, usted sabe: desde que la
enterramos, los días se hacen largos, duros y difíciles.
Antonio, en silencio, me extendió la
bolsita con los dos bollitos de pan.
- Ponga uno más, le dije.
Y así lo hizo.
Cuando regresé a casa, Melisa me
dijo: ¿a que no sabés quién vino a visitarnos?, al momento en que tío Raúl
aparecía por detrás de Melisa.
Pasamos el resto de la tarde tomando
mate, los tres, mientras que tío Raúl nos contaba sus historias camperas.
Menos mal que llevé un bollito de
pan más.
Con dos, no hubiera alcanzado.
Cuando desperté, Claire ya no
estaba.
Las aspas del ventilador que colgaba
del techo, movían un aire cálido y espeso.
En la penumbra del cuarto, las cosas
se reducían a ese vapor viscoso, que rodeaba mi cuerpo.
Me levanté y fui al baño.
Solamente el agua fresca que manaba
de la ducha, me otorgaba algún alivio.
Sabía que no vería más a Claire, o
que las posibilidades de volver a encontrarla eran remotas.
En el dormitorio, miré el espacio
que Claire había ocupado durante la noche. La sábana marcaba perfectamente el
contorno.
Salí al patio.
Allí estaba la piscina, con el agua
azul celeste.
Claire llegó una mañana sin sol, a
la casa que estaba junto a la mía. Digo estaba, como si la casa hubiera dejado
de estar. Porque la que no está, ahora, es Claire.
Y Claire, era la casa.
Llegó una mañana en la que yo me
ocupaba de ordenar mi estudio. Desde la ventana que da al jardín, colindante
con el de ella, pude ver cómo, de un camión inmenso, bajaban infinitos
artefactos, enseres, electrodomésticos, muebles, baúles con un contenido
incierto, y Claire, organizando el destino de cada cosa.
Esa noche, las luces de la casa de
Claire, permanecieron encendidas hasta altas horas.
Llego ahora al indescriptible centro
de mi relato, y se inicia mi desesperación de escritor.
Todas las palabras que pueda
utilizar, lo sé, no van a ser suficientes para representar los hechos, tal como
ocurrieron.
Esa noche, después de cenar, Claire,
miró por el ventanal. Pensé que trataba de controlar si las luces de afuera
estaban todas encendidas.
Está como debe estar, me dijo.
Qué, le pregunté.
La luna, me respondió con
naturalidad. La luna está llena y en su punto.
Recuerdo que sonreí levemente.
Solo falta que te conviertas en una
loba, le dije bromeando.
No en una loba, pero hay algo que
quiero que veas, me dijo.
Advertí que Claire había modificado
el gesto de su rostro: estaba seria y sus rasgos se fueron haciendo sombríos,
con el paso de los minutos.
Esperame un instante, me dijo.
Claire fue hasta la habitación, y al
momento regresó. Traía puesta una bata de tela de toalla. Me pidió que la
acompañara.
Salimos al patio, se acercó a la
piscina, tocó la superficie del agua con la punta del pie, me dijo está fría el
agua.
Yo no alcanzaba a comprender lo que
iba a hacer.
Miró nuevamente en dirección a la
luna, se sacó la bata y la dejó sobre una reposera, de las que usaba para tomar
sol. El detalle era que debajo de la bata, Claire nada tenía puesto. Y así, entró
a la piscina.
Fui hasta donde ella estaba. La veía
cómo se deslizaba en el agua azul celeste, iluminada por la luz de la luna y
por las lámparas que ornaban el espacio.
En un momento, me dijo acercate que
vas a empezar a ver algo.
Hice lo que me pidió. Me agaché en
una de las orillas de la piscina, aguardando que Claire se aproximara.
Cuando estuvo cerca, dijo mirá la
espalda, y yo me fijé en donde ella me señalaba.
Al principio no podía distinguir
demasiado, porque la luz que había no era suficiente, pero a medida que pasaban
los minutos, empecé a reconocer unos signos que se iban formando sobre la piel.
Eran unos garabatos, que tomaban
consistencia en forma de una escritura no reconocible, hasta que las letras se
ordenaron, formando palabras y concordando una con la siguiente, de manera que
pude ir leyendo, de corrido, un texto con total sentido.
Entendés lo que dice, me preguntó
Claire.
Demoré hasta que le respondí. No
podía terminar de discernir lo que estaba viendo.
Claire dijo mi nombre, como
llamándome a este mundo, como tratando de hacerme regresar a una realidad que
yo no debería haber abandonado.
Entendés lo que dice, me repitió.
Sí, le dije. Entiendo lo que dice,
pero no comprendo nada de todo esto.
Bueno, dijo Claire. Vamos a hacer lo
siguiente: hay un cuaderno y una lapicera junto al teléfono. Traelos, por
favor.
Cuando llegué a la piscina, Claire,
con evidentes signos de estar pasando frío, me pidió que escribiera todo lo que
leía en su cuerpo.
Así, me apliqué a la tarea de
escudriñar cada palmo de su piel, la espalda, las piernas, su vientre, su
pecho, sus brazos.
Terminaste, me preguntó. Creo que
sí, le respondí. Mejor, porque ya me estaba congelando, dijo Claire saliendo de
la piscina. De todos modos, el efecto de la luna dura unos minutos más, hasta
que la piel se seca totalmente, aclaró.
Claire se recostó en una de las
reposeras, mientras yo cotejaba lo que había escrito en el cuaderno con lo que
estaba escrito en su piel, apenas iluminado con la luz de la luna.
Después, las letras fueron
desapareciendo, y la piel del cuerpo de Claire volvió a tener su textura
natural.
Le di la bata y fui adentro.
Preparé
café, en especial uno para ella, porque, si bien era verano, la noche estaba
fresca.
Mientras disponía los pocillos, y
esperaba que el agua terminara de calentarse, trataba de entender lo que había
ocurrido.
Claire entró y me preguntó qué
pensaba.
No sé qué pensar, le respondí.
El azar muchas veces actúa en
secreto.
Al poco tiempo de haber publicado mi
novela, en la que un escritor narraba una experiencia inaudita, que había
tenido con una mujer, cuyo cuerpo estaba totalmente escrito, fui a las
librerías, en busca de algunas novedades.
Cuando me detuve en una de ellas,
tuve en frente los efectos del azar: habían puesto, en la vidriera, mi novela
junto a la novela de una autora que yo conocía: Claire.
Llevé la novela de Claire a mi casa
y, de inmediato, inicié la lectura.
Permanecí toda la noche leyendo el
libro de Claire, como lo había hecho con su cuerpo, durante tantas noches del
verano anterior.
Pocas fueron las páginas que tuve
que pasar, para empezar a reconocer algunos párrafos y una trama, que yo me
había ocupado de transcribir, en unas noches de verano, bajo la luna llena, y
junto a una piscina.
Los cuentos de esta
selección pertenecen al volumen del autor, D. Teobaldi, titulado La
otra mirada, Córdoba, Ediciones del Copista, 2007.
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