Hugo Wast
UN DESOCUPADO
El rancho de Pedro estaba pegado al camino por
donde los paisanos de la sierra grande bajan al pueblo a vender sus lanas, sus
gallinas, sus frutas.
Quedaba también a la orilla de la acequia, que en
los días de lluvia se enturbiaba con el agua de los senderos y desbordaba sobre
un campito cubierto de achiras.
Crecían tantos yuyos a lo largo de la acequia, que
llenaban el cauce y enturbiaban la corriente.
—No bien tenga un tiempito libre, la vo’a desyuyar...
— decía Pedro, contemplándola sin moverse del umbral donde pasaba horas tomando
mate.
Siempre tenía puesto el poncho de lana, que a la
altura del hombro derecho ostentaba un buen remiendo. No en balde Pedro
permanecía tantas horas de pie, arrimado al marco de su puerta. Hasta aquellos
gruesos ponchos tejidos por las industriosas mujeres de la sierra se gastan al
cabo.
Pedro buscaba trabajo, claro está. La tarde
anterior le ofrecieron dos pesos diarios y la comida, en una cuadrilla de
peones que estaban reparando la carretera. Y él aceptó. Tenía que hallarse a
las siete de la mañana en el callejón de Mula Triste, distante media legua de
su casa, y donde había plantado su carpa un ingeniero rubio.
—Al fin te vas a ocupar de algo! —díjole su mujer
cuando él le refirió el trato.
—¡Psch!— hizo él, con displicencia—. Agarro esto
para que no digan que estoy de balde; pero en cuantito me salga un trabajo
mejor, lo dejo al gringo de la carretera. ¡Dos pesos y la comida! ¡Vaya un
jornal!
Antes de salir el Sol levantóse Pedro, madrugador
como todos los paisanos, y fue hasta el potrerillo donde soltaba el caballo y
lo ensilló y lo ató al pie de una tala, el único árbol de su casa, plantado por
Dios, ciertamente.
Buenos servicios prestábale el tala. Daba sombra
al horno, y en su ramazón dormían las gallinas. Y en el verano, cuando se
llenaba de frutitas rojas, a su copa acudían los loros barranqueros, las
palomas de todo el lugar, y pájaros sin cuento.
Y Pedro, arrimado al marco, gozaba oyendo su
algarabía, que se entretejía con el cristalino rumor de la acequia.
—No bien tenga un tiempito la vo’a desyuyar...
Se levantó, pues, al alba, y ensilló el caballo,
como si fuera a salir. Pero no se crea que un caballo atado a la puerta del
rancho de Pedro, ni de ningún otro paisano de la sierra, significa que su dueño
está por salir. No. Es simplemente una costumbre, como la de los ricos, que
mantienen su auto a la puerta por si se les ocurre dar un paseo.
—¿Y de ahí? —le preguntó su mujer. —¿Te vas o no
te vas al trabajo?
El Sol ya empezaba a calentar. Las gallinas, las
pocas gallinas de la Micaela, acudieron, esperando un puñado de maíz; pero ella
las espantó; para que fuesen a buscarse la vida en el yuyal del potrerillo,
donde no faltaban granos que comer.
—Dame un mate —dijo Pedro sin cambiar la postura.
Tomó un mate, dos, tres.
—¿Y de ahí?
—No vo’a dir nada. El gringo de la carretera nos
está explotando. ¡Miren que pagarnos dos pesos!... ¡Vaya un jornal!
—Y la comida —añadió la Micaela.
—¡Bah! ¡Cómo se conoce que vos no has comido lo
que dan en la cuagrilla a los peones! Polenta o sopa de pan, como pa’l loro.
Algunos días un locro chirle, como pa los presos. Más bien vo’a bajar al pueblo
a ver si hallo una changuita mejor pagada...
Este breve discurso le tomó bastante tiempo, pues
era calmoso en el hablar, indicio de ideas asentadas y de nervios tranquilos.
Pasó un buen rato mirando al campo, las lomas
pedregosas, los valles oscuros, las montañas leonadas, y hacia el pueblo. Una
larga calle de álamos regados por la acequia, dormida bajo los yuyos.
Sobre el techo de paja del rancho de Pedro crecía
la verdolaga en matas profusas y frescas, y al pie de las paredes, un matorral
de ortigas, donde los hijitos de Pedro se pinchaban antes de llegar al uso de
razón.
Los abrojos, las santamarías, el yuyo colorado,
iban ganando el patio y los senderos.
La Micaela protestaba.
—¿Cuándo vas a agarrar una azada y a sacarme este
yuyal?
Entre los matorrales espinosos anidaban las
gallinas, y era difícil hallar sus huevos. Antes que ella, los encontraban los
perros o el zorro que al atardecer hacía “¡guac, guac!” en los alcores.
Ya el disco de plata del Sol podía verse por
arriba del tala cuando Pedro dejó de tomar mate.
—¡A ver, po, si te vas al pueblo a comprar carne
pa’l puchero!
Pedro se movió lentamente hacia el caballo, que
parecía dormido bajo las zumbadoras moscas del ardiente verano. Le desprendió
la manea, recogió las riendas y saltó sobre el velludo apero.
—¿Entonces, ya no hay más carne? ¡Güeno! Vo’a ver
si me fiyan unas achuras.
Se acomodó el sombrero y partió al trotecito por
el callejón.
Su mujer lo vio alejarse, con cierto orgullo. La
verdad es que pocos mozos tan guapos había en aquellos lugares.
Y ella lo mantenía bien zurcido y planchado,
aunque fuera pobre su ropita, desde que él andaba sin trabajo.
Aguardó una hora, o dos, lo suficiente como para
que él volviera del pueblo. Luego espió el camino, vio que nadie venía, y que
la sombra del tala —su único reloj— iba acortándose.
Las gallinas volvían al patio; los perros,
acosados por el hambre, daban de cuando en cuando un paseíto por la cocina. Pero
allí no había más que una pava con agua, puesta al fuego. Y de un alambre del
techo, que pasaba a lo largo de una botella perforada en el fondo (ingenioso
mecanismo contra las ratas) pendía un ahumado pedacito de charqui.
No se advertían más provisiones en el rancho de
Pedro.
Desilusionados, los perros volvían a salir y desde
el patio, que dominaba el vasto mundo, como una plazoleta, olfateaban el aire.
Allá a lo lejos, sobre el monte, en el aire cristalino, cerníanse los
caranchos. La brisa traía aletazos nauseabundos.
Alguna yegua muerta, alguna vaca empantanada,
algún potrillo degollado por el puma durante la noche.
Los perros salían a participar del festín, en
buena compañía con las águilas y los buitres; y al atardecer volvían
relamiéndose los hocicos.
—¡Mama, pan! —gimió Pedrito, que venía de la
acequia con dos baldes de agua, para llenar la batea de su madre. Tenía ocho
años y era flacucho, morenito y ágil como una avispa.
Apareció la Carlota, una chicuela de seis, que
cargaba al menor de los hermanos, un rollizo “guagua” de dos meses.
—¡Pan, mama!— La Micaela miró el Sol; dejó de
lavar y fue a descolgar el pedacito de charqui para asarlo.
—A ver, entretanto, si me juntas unos güevitos,
pa’hacerles una tortilla.
Los chicuelos, descalzos, las bronceadas carnes al
Sol, metiéronse en el yuyal, contentos de la promesa, y hallaron doce huevos en
los nidos de esa mañana.
Pero la Micaela no les hizo la tortilla. Les
repartió el charqui asado, en forma que hasta el nene tuvo su tirita; ató la
puerta con un tiento, y bajó al pueblo seguida de sus chicos a vender los
huevos y a comprar “vicios”: azúcar y yerba.
Solamente a la medianoche volvió Pedro, sin plata,
sin carne y borracho.
A la mañana siguiente, cuando se le aclararon las
ideas, dijo a su mujer:
—¡Ya tengo trabajo!
—¡Velay qué suerte! ¿Y dónde es?
—En la provincia de Santa Fe, pa la cosecha de
maíz; pagan hasta cinco pesos por día y la comida. Ya me han apalabrado, y
vamos a dir muchos mozos de este lugar.
—¿Y cuándo vas a dir?
—Cuando seya tiempo; todavía los maíces están
verde.
—¡Velay! —respondió con sorna la Micaela—, ¿y yo
vo’a estar como la vieja del purgatorio que se alegró porque le había nacido un
nieto que iba a ser sacerdote, y la iba a sacar con la primera misa?
Pedro no respondió. Al rato dijo:
—Dame unos mates y andá preparándome la ropa...
—¿Y para qué la ropa?
—¡Pa’l viaje, po! ¿Te creés que vu’a dir con lo
puesto, nada más?...
—La Micaela rebuscó en el baúl, y sacó los trapos
de Pedro, sentóse en el umbral y se puso a zurcirlos, echando tristes miradas a
un maizal vecino que las palomas empezaban a perseguir.
—Ya están buenos los choclos —dijo Pedro,
mostrando sin envidia aquella chacra.
—Si vos hubieras sembrado en el potrerillo
—respondió la Micaela—, tendríamos maíz también nosotros.
—No tengo arado. Con lo que gane en Santa Fe, vo’a
comprar uno, y el año que viene sembraré el potrerillo.
Y se quedó afirmado en el marco de la puerta,
mirando al campo, sin prisa, sin imaginación, sin remordimiento.
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