miércoles, agosto 06, 2014

Tomás Barna En París




TOMÁS   BARNA

En París





Van desapareciendo los últimos vestigios de las aldeas y de la campiña francesa junto a los postreros lampos del día, y — envuelto en los primeros velos crepusculares— el tren se va introduciendo en la Gare de Lyon, y yo ya no sé si lo que estoy viviendo es un sueño o un loco arrebato de la vigilia, y en medio de las múltiples sonoridades y estrépito de la estación terminal de París, me siento estremecer por el sonido casi diría pavoroso y salvaje del silencio y de lo eterno que surge de mi interioridad, y que —al bajar del tren, con una valija y un portafolio— hace aflorar, desde el fondo de mi ser, un canto triunfal, una frenética oda a la alegría, y dejo desparramados en el andén la valija y el portafolio, alzo los brazos, los agito en el aire y el canto se transfigura en un grito —como un Sapucai— impregnando, a los rieles, a los andenes y a la estación entera, de una carga de alegría y de éxtasis que buscaba explotar desde mis quince años. Mi hambre de París me impele a tragarme la ciudad sin vacilar; decido, entonces, dejar la valija en un casillero de la estación. Me llevo la llave y vendré mañana a recogerla.

Como hace por lo menos diez años que en una de las paredes del living de mi casa de Córdoba tengo adosados el mapa de Francia y el plano de París, sé que no encontraré ningún obstáculo que me impida llegar, caminando, al Hotel du Sud, rincón bohemio recomendado —en Argentina— por María Escudero, una amiga de Violeta Parra que había vivido muchos años en la Ciudad Luz.

Con el portafolio en la mano... me entrego, de lleno, desbordante de júbilo a mi ciudad soñada. No ignoro que deberé caminar unos cinco kilómetros o tal vez algo más; en tal caso, mejor, así podré impregnarme de la atmósfera parisiense tan apetecida, durante veinte años, desde cuando entré en contacto —a través de sus obras— con Darío, Verlaine, Baudelaire y Nerval. Iré bordeando el Sena, echando el primer vistazo a sus muelles, esperando detenerme en los puestos de los “libreros de viejo” (bouquinistes), relamiéndome de gusto debido al disfrute de mis ojos ante el deslizamiento, sobre las aguas, de los “bateaux-mouches” (las grandes lanchas de pasajeros que efectúan el paseo por el Sena).

Avanzo por las calles del Barrio Latino. Ya estoy en la callejuela del “Gato que pesca” (la rue de Chat-qui-pêche), di una vuelta por la rue Saint-André des Arts, luego de permanecer atónito al encontrarme en la plazoleta con pequeñas ruinas romanas (Square René Viviani), admirando desde allí esa mole medioeval que ofrece su magnificencia electrizante, desde la margen opuesta del Sena: la Catedral de Nôtre Dame (Nuestra Señora de París). Y aquí se siente hasta la presencia de Quasimodo, el Jorobado de Nôtre Dame (ese personaje de la novela de Victor Hugo en el cual se yuxtaponen el horror y la ternura). Sí, esa presencia se hace evidente al descubrir, en la vereda opuesta, un hotelito con el nombre de Esmeralda (la bella gitana de quien se enamoró Quasimodo). Y como siempre me tientan las analogías, me parece estar viendo a Charles Laughton y a Maureen O’Hara en la película donde encarnaron genialmente a ambos personajes, así como me sucedió hace unos minutos al deleitarme merced a ese primer encuentro con el Sena —encuentro intenso que viví doblemente (una vez más fusionando el momento presente con el recuerdo... al evocar ese viaje maravilloso —mezcla de sueño y pesadilla— que realiza la protagonista de “L’Atalante” —ese mágico filme de Jean Vigo— al recorrer el Sena durante días enteros en una “péniche” (chata arenera) con su esposo y un marinero medio loco, un tanto borrachín, pícaro y a la vez dotado de un espíritu infantil; Dita Parlo y Jean Dasté interpretan al matrimonio mientras que el extraordinario Michel Simon es el grotesco Belcebú que asusta y —por instantes— divierte a la recién casada. Aunque el verdadero protagonista es el río — el Sena—). Algo semejante es lo que estoy viviendo desde que toqué París: aquí rivalizan la ciudad y el río en lo que atañe al protagonismo.

Acabo de evocar mi primera andanza por París, un momento de plenitud que vibrará siempre presente en mi ser.

En este hotel viejísimo, de piezas estrechas, con pisos de madera crujientes, oblicuos —como si me encontrara en una habitación de una película expresionista del cine alemán, en plano inclinado— estoy palpando una realidad que aún no alcanzo a comprender si es tal o si se trata de un sueño que quiere dejar de ser una imagen del subconsciente para adquirir conciencia plena de que todo transcurre en el plano de lo real.

El rigor de un invierno anticipado se está imponiendo en París en pleno otoño, hoy ya en la naciente madrugada del 26 de octubre. A través de la ventana se me aparece una bruma soñolienta que finge ser el aliento de la ciudad que ha sabido mantenerse erguida no obstante el acoso de los siglos, la barbarie de los hombres, la matanza de la peste y otros flagelos tales como la inquisición y las guerras. Es la respiración de París que me está brindando su inmortal esplendor concentrado en esta brisa matinal, desplazando a la oscuridad con la ternura de un susurro confidente. Y una tenue llovizna comienza a llorar sobre la fragilidad de los gastados brillos de la bohardilla mientras pienso en las tonalidades ocres de las hojas de castaños alfombrando las calles y aún escucho el extraño sonido de las aguas del Sena chapoteando contra las orillas intentando volcar sus secretos en el seno de los muelles.

Este diario mío necesita un epílogo que no puede ser otro que el canto a la ciudad amada desde aquellos días en que afloraba mi juventud.

París, ciudad impregnada de crueldad fascinante y de belleza, urbe mutable y cargada de infinitud, ciudad enriquecida por millones de almas mercuriales ocultando un mundo de oscuros silencios dentro de rostros aparentemente impenetrables: entre sus raíces de hierro y cemento, de piedra y agua, se desarrollaron los odios y se enriquecieron el amor, el arte, la ciencia y la poesía. Y ya antes de conocerte, de hollar tus calles... habían penetrado en mi carne, circularon por mis venas, la sustancia esencial del fantasmagórico tiempo de la entraña de tu empedrado, —de tu macadam—, y tus días y tus noches y tu río —lenta corriente de aguas aceitosas que se hunden despiadadamente en las profundidades del recuerdo y del tiempo que también fluye sin cesar, agitándose en medio de la ciudad, convulsionando el universo, convirtiéndonos en ceniza antes de la muerte al inyectarnos esas tremendas dosis de nostalgia y melancolía—, pero surgen —a veces— esos encuentros salvadores que nos transforman en aves fénix y renacemos, con toda la fuerza de la vida, sintiéndonos inmortales, superando el poder destructivo de todo tipo de angustia o de dolor del alma, percibiendo que retumba en nosotros —así lo expresó, luminosamente, Hölderlin— “la canción vital del universo, como se oye en la tiniebla el canto del ruiseñor”.

París: siento que hoy todo fulgura en mí. Tengo el pasado, el presente y el futuro no sólo al alcance de mi mano sino en mi propia mano. Los palpo. Y se llenan de imágenes, de palabras, de silencios sugerentes, de armonías inefables, de torrentes de ideas.

París —ciudad soñada, amada y hoy empezando a ser vivida—: hay una fuerza extraña que ayudó a mis ansias para que te encontrara, y aquí estoy... disfrutando en medio de un torbellino creador del que surjo embargado por una dicha intensa experimentando estremecimientos singulares, y sé que ahora se está produciendo la eclosión de ese géiser espiritual que siempre ha centelleado dentro de mi alma y transformará a los seres, a las cosas, a los objetos y a la naturaleza... en palabras, en imágenes y en voces indudablemente misteriosas, entregadas —sin prisa y sin pausa— al desciframiento de los grandes enigmas hollando los senderos mágicos de la poesía.

París —ciudad mía—: sabes muy bien que me tienes atrapado en las redes de tu sortilegio desde 1943... cuando leía al Verlaine de “Memorias de un viudo”, a Baudelaire con sus “Flores del Mal” y “Es Esplín de París” y a Gérard de Nerval y sus “Noches de Octubre”. ¡Qué coincidencia: “Noches de Octubre”! Ellos me iniciaron en el goce de recorrer tus barrios. Ya desde entonces comencé a insertarme en este mundo tan tuyo en donde el ideal posee la potencia del hombre creador, es decir del hombre forjado por las múltiples vicisitudes de la vida: el dolor, la esperanza, la alegría —hombre imbuido, además, del sentimiento de piedad, de un espíritu sensible y de la capacidad de amar.

Al penetrar en el Barrio Latino —donde palpita la juventud de tu viejo corazón bohemio (valga la paradoja)— sentí que se vertía sobre mi rostro el hálito de todas las razas que pueblan la Tierra.

Recién llegado... todavía no he podido recorrer esos rincones secretos tuyos que anhelo palpar, pero te aseguro que desbordo de alegría interior al sentirme vivir entre tus muros grises que ocultan el espíritu de veinte siglos.

Aquí, en ambas márgenes de tu río sin tiempo, en los infinitos edificios seculares, en tus calles pobladas de tonalidades plúmbeas, adherido a tus castaños —sabios poetas de la nostalgia— se ha estampado la historia, el arte, todo lo concerniente al hombre y a la vida. ¡Y aquí estoy —por fin—  París: alborozado, exultante, convertido en un ser en estado de éxtasis, absolutamente, prodigiosamente... feliz!