TOMÁS BARNA
En París
Van desapareciendo los últimos vestigios de las
aldeas y de la campiña francesa junto a los postreros lampos del día, y — envuelto
en los primeros velos crepusculares— el tren se va introduciendo en la Gare de
Lyon, y yo ya no sé si lo que estoy viviendo es un sueño o un loco arrebato de
la vigilia, y en medio de las múltiples sonoridades y estrépito de la estación
terminal de París, me siento estremecer por el sonido casi diría pavoroso y
salvaje del silencio y de lo eterno que surge de mi interioridad, y que —al
bajar del tren, con una valija y un portafolio— hace aflorar, desde el fondo de
mi ser, un canto triunfal, una frenética oda a la alegría, y dejo desparramados
en el andén la valija y el portafolio, alzo los brazos, los agito en el aire y
el canto se transfigura en un grito —como un Sapucai— impregnando, a los
rieles, a los andenes y a la estación entera, de una carga de alegría y de
éxtasis que buscaba explotar desde mis quince años. Mi hambre de París me
impele a tragarme la ciudad sin vacilar; decido, entonces, dejar la valija en
un casillero de la estación. Me llevo la llave y vendré mañana a recogerla.
Como hace por lo menos diez años que en una de las
paredes del living de mi casa de Córdoba tengo adosados el mapa de Francia y el
plano de París, sé que no encontraré ningún obstáculo que me impida llegar,
caminando, al Hotel du Sud, rincón bohemio recomendado —en Argentina— por María
Escudero, una amiga de Violeta Parra que había vivido muchos años en la Ciudad
Luz.
Con el portafolio en la mano... me entrego, de
lleno, desbordante de júbilo a mi ciudad soñada. No ignoro que deberé caminar
unos cinco kilómetros o tal vez algo más; en tal caso, mejor, así podré
impregnarme de la atmósfera parisiense tan apetecida, durante veinte años, desde
cuando entré en contacto —a través de sus obras— con Darío, Verlaine,
Baudelaire y Nerval. Iré bordeando el Sena, echando el primer vistazo a sus
muelles, esperando detenerme en los puestos de los “libreros de viejo”
(bouquinistes), relamiéndome de gusto debido al disfrute de mis ojos ante el
deslizamiento, sobre las aguas, de los “bateaux-mouches” (las grandes lanchas
de pasajeros que efectúan el paseo por el Sena).
Avanzo por las calles del Barrio Latino. Ya estoy
en la callejuela del “Gato que pesca” (la rue de Chat-qui-pêche), di una vuelta
por la rue Saint-André des Arts, luego de permanecer atónito al encontrarme en
la plazoleta con pequeñas ruinas romanas (Square René Viviani), admirando desde
allí esa mole medioeval que ofrece su magnificencia electrizante, desde la
margen opuesta del Sena: la Catedral de Nôtre Dame (Nuestra Señora de París). Y
aquí se siente hasta la presencia de Quasimodo, el Jorobado de Nôtre Dame (ese
personaje de la novela de Victor Hugo en el cual se yuxtaponen el horror y la
ternura). Sí, esa presencia se hace evidente al descubrir, en la vereda
opuesta, un hotelito con el nombre de Esmeralda (la bella gitana de quien se
enamoró Quasimodo). Y como siempre me tientan las analogías, me parece estar
viendo a Charles Laughton y a Maureen O’Hara en la película donde encarnaron genialmente
a ambos personajes, así como me sucedió hace unos minutos al deleitarme merced
a ese primer encuentro con el Sena —encuentro intenso que viví doblemente (una
vez más fusionando el momento presente con el recuerdo... al evocar ese viaje
maravilloso —mezcla de sueño y pesadilla— que realiza la protagonista de
“L’Atalante” —ese mágico filme de Jean Vigo— al recorrer el Sena durante días
enteros en una “péniche” (chata arenera) con su esposo y un marinero medio
loco, un tanto borrachín, pícaro y a la vez dotado de un espíritu infantil;
Dita Parlo y Jean Dasté interpretan al matrimonio mientras que el
extraordinario Michel Simon es el grotesco Belcebú que asusta y —por instantes—
divierte a la recién casada. Aunque el verdadero protagonista es el río — el
Sena—). Algo semejante es lo que estoy viviendo desde que toqué París: aquí
rivalizan la ciudad y el río en lo que atañe al protagonismo.
Acabo de evocar mi primera andanza por París, un
momento de plenitud que vibrará siempre presente en mi ser.
En este hotel viejísimo, de piezas estrechas, con
pisos de madera crujientes, oblicuos —como si me encontrara en una habitación
de una película expresionista del cine alemán, en plano inclinado— estoy
palpando una realidad que aún no alcanzo a comprender si es tal o si se trata
de un sueño que quiere dejar de ser una imagen del subconsciente para adquirir
conciencia plena de que todo transcurre en el plano de lo real.
El rigor de un invierno anticipado se está
imponiendo en París en pleno otoño, hoy ya en la naciente madrugada del 26 de
octubre. A través de la ventana se me aparece una bruma soñolienta que finge
ser el aliento de la ciudad que ha sabido mantenerse erguida no obstante el
acoso de los siglos, la barbarie de los hombres, la matanza de la peste y otros
flagelos tales como la inquisición y las guerras. Es la respiración de París
que me está brindando su inmortal esplendor concentrado en esta brisa matinal,
desplazando a la oscuridad con la ternura de un susurro confidente. Y una tenue
llovizna comienza a llorar sobre la fragilidad de los gastados brillos de la
bohardilla mientras pienso en las tonalidades ocres de las hojas de castaños
alfombrando las calles y aún escucho el extraño sonido de las aguas del Sena
chapoteando contra las orillas intentando volcar sus secretos en el seno de los
muelles.
Este diario mío necesita un epílogo que no puede
ser otro que el canto a la ciudad amada desde aquellos días en que afloraba mi
juventud.
París, ciudad impregnada de crueldad fascinante y
de belleza, urbe mutable y cargada de infinitud, ciudad enriquecida por
millones de almas mercuriales ocultando un mundo de oscuros silencios dentro de
rostros aparentemente impenetrables: entre sus raíces de hierro y cemento, de
piedra y agua, se desarrollaron los odios y se enriquecieron el amor, el arte,
la ciencia y la poesía. Y ya antes de conocerte, de hollar tus calles... habían
penetrado en mi carne, circularon por mis venas, la sustancia esencial del
fantasmagórico tiempo de la entraña de tu empedrado, —de tu macadam—, y tus
días y tus noches y tu río —lenta corriente de aguas aceitosas que se hunden
despiadadamente en las profundidades del recuerdo y del tiempo que también
fluye sin cesar, agitándose en medio de la ciudad, convulsionando el universo,
convirtiéndonos en ceniza antes de la muerte al inyectarnos esas tremendas dosis
de nostalgia y melancolía—, pero surgen —a veces— esos encuentros salvadores
que nos transforman en aves fénix y renacemos, con toda la fuerza de la vida,
sintiéndonos inmortales, superando el poder destructivo de todo tipo de
angustia o de dolor del alma, percibiendo que retumba en nosotros —así lo
expresó, luminosamente, Hölderlin— “la canción vital del universo, como se oye
en la tiniebla el canto del ruiseñor”.
París: siento que hoy todo fulgura en mí. Tengo el
pasado, el presente y el futuro no sólo al alcance de mi mano sino en mi propia
mano. Los palpo. Y se llenan de imágenes, de palabras, de silencios sugerentes,
de armonías inefables, de torrentes de ideas.
París —ciudad soñada, amada y hoy empezando a ser
vivida—: hay una fuerza extraña que ayudó a mis ansias para que te encontrara,
y aquí estoy... disfrutando en medio de un torbellino creador del que surjo
embargado por una dicha intensa experimentando estremecimientos singulares, y
sé que ahora se está produciendo la eclosión de ese géiser espiritual que
siempre ha centelleado dentro de mi alma y transformará a los seres, a las
cosas, a los objetos y a la naturaleza... en palabras, en imágenes y en voces
indudablemente misteriosas, entregadas —sin prisa y sin pausa— al
desciframiento de los grandes enigmas hollando los senderos mágicos de la
poesía.
París —ciudad mía—: sabes muy bien que me tienes
atrapado en las redes de tu sortilegio desde 1943... cuando leía al Verlaine de
“Memorias de un viudo”, a Baudelaire con sus “Flores del Mal” y “Es Esplín de
París” y a Gérard de Nerval y sus “Noches de Octubre”. ¡Qué coincidencia:
“Noches de Octubre”! Ellos me iniciaron en el goce de recorrer tus barrios. Ya
desde entonces comencé a insertarme en este mundo tan tuyo en donde el ideal
posee la potencia del hombre creador, es decir del hombre forjado por las
múltiples vicisitudes de la vida: el dolor, la esperanza, la alegría —hombre
imbuido, además, del sentimiento de piedad, de un espíritu sensible y de la
capacidad de amar.
Al penetrar en el Barrio Latino —donde palpita la
juventud de tu viejo corazón bohemio (valga la paradoja)— sentí que se vertía
sobre mi rostro el hálito de todas las razas que pueblan la Tierra.
Recién llegado... todavía no he podido recorrer
esos rincones secretos tuyos que anhelo palpar, pero te aseguro que desbordo de
alegría interior al sentirme vivir entre tus muros grises que ocultan el
espíritu de veinte siglos.
Aquí, en ambas márgenes de tu río sin tiempo, en
los infinitos edificios seculares, en tus calles pobladas de tonalidades plúmbeas,
adherido a tus castaños —sabios poetas de la nostalgia— se ha estampado la
historia, el arte, todo lo concerniente al hombre y a la vida. ¡Y aquí estoy
—por fin— París: alborozado, exultante,
convertido en un ser en estado de éxtasis, absolutamente, prodigiosamente...
feliz!
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