Martín Sosa Cameron LOS VIAJEROS
A Cuca Cameron, mi madre
LOS VIAJEROS
PIEZA EN UN ACTO
PERSONAJES
PRIMER HOMBRE
PRIMERA MUJER
SEGUNDO HOMBRE
SEGUNDA MUJER
EMPLEADO DEL FERROCARRIL
En una estación de ferrocarril, al mediodía, sentados o parados, los VIAJEROS —dos HOMBRES y dos MUJERES— aguardan el tren alrededor de un largo banco.
PRIMER HOMBRE.— (A la PRIMERA MUJER.) ¿Demorará mucho en llegar el tren?
PRIMERA MUJER.— (Al PRIMER HOMBRE.) Creo que no: siempre es puntual.
PRIMER HOMBRE.— ¡Es que estoy tan apurado!
SEGUNDO HOMBRE Y SEGUNDA MUJER.— ¡Todos estamos apurados! ¡Llegará, llegará!
(Aparece el EMPLEADO DEL FERROCARRIL.)
PRIMER HOMBRE.— (Al EMPLEADO.) ¿Cuánto falta para que llegue el tren, señor?
EMPLEADO.— Muy poco: jamás demora, ni viene antes: es exacto.
LOS VIAJEROS.— ¡Estamos tan apurados!
EMPLEADO.— Por favor, tengan paciencia, no tardará (Se retira).
PRIMER HOMBRE.— (Al SEGUNDO HOMBRE.) Yo voy hacia el norte, ¿y usted?
SEGUNDO HOMBRE.— (Al PRIMER HOMBRE.) Yo hacia el este, (A la PRIMERA MUJER.) ¿y usted, señora?
PRIMERA MUJER.— (Al SEGUNDO HOMBRE.) Yo voy hacia el oeste, (A la SEGUNDA MUJER.) ¿y usted?
SEGUNDA MUJER.— (A la PRIMERA MUJER.) ¿Yo? Pues, yo voy al sur...
PRIMER HOMBRE.— Menos mal que todos vamos hacia distintos lugares, si no no podríamos tomar el mismo tren.
PRIMERA MUJER.— ¡Distintos y distantes!
SEGUNDO HOMBRE.— Ya no soporto esta espera, ¿estará retrasado?
PRIMERA MUJER.— Pareciera que sí; yo también comienzo a inquietarme.
LOS VIAJEROS.— ¡Se hace esperar muchísimo!
(Vuelve el EMPLEADO.)
EMPLEADO.— ¡Cómo! ¿Todavía están aquí?
LOS VIAJEROS.— ¡Claro! ¿Cómo habríamos de irnos si el tren no llegó?
EMPLEADO.— ¿Cómo que no llegó, si ya pasó? ¿No lo vieron?
LOS VIAJEROS.— ¿Cómo vamos a verlo? No ha pasado...
EMPLEADO.— Entonces lo han perdido: ya pasó, ¿cómo no se dieron cuenta?
LOS VIAJEROS.— ¿Cuándo, en qué momento? No vimos nada...
EMPLEADO.— ¿Cómo pueden ser tan distraídos? Es evidente que están aquí porque no lo vieron, por eso no lo tomaron: lo han perdido... Ya pasó y hasta mañana no hay otro.
LOS VIAJEROS.— ¡Pero si no lo vimos! ¡Ni lo oímos!
EMPLEADO.— ¡Es increíble! Pasó y ustedes no subieron.
LOS VIAJEROS.— ¡Caramba, usted! ¿Es que no entiende? ¡No pasó, no, no pasó, no pasó!
EMPLEADO.— Les digo que sí, hace sólo unos momentos, exactamente a la hora que debía, yo lo ví, controlen sus relojes si dudan. (Cada uno de los otros mira su reloj.)
LOS VIAJEROS.— Es cierto, a esta hora... ¡Se atrasó!
EMPLEADO.— ¡Eso es imposible! ¡Yo lo ví: ya pasó, no insistan!
LOS VIAJEROS.— (Entre sí y al EMPLEADO.) Y ahora, ¿qué haremos? ¡Hemos perdido el día! ¡Con el apuro y la urgencia que tenemos!
EMPLEADO.— El tiempo es un capricho..., ¡todo es relativo! Tendrán que volver mañana... ¡Y bien temprano! No sea que lo pierdan de nuevo...
PRIMERA MUJER.— Ahora cada uno deberá volver a la ciudad con las manos vacías, ¡otro día perdido! El tren es lo único que tenemos para llegar a nuestra ciudad y para salir de ella...
PRIMER HOMBRE.— ¡La ciudad es feísima! Ni caminos ni calles tiene, todas las casas están unas arriba de otras, ha ido creciendo por yuxtaposición, todo está pegado; la puerta de salida de una casa sólo sirve para entrar en la de al lado...
SEGUNDA MUJER.— ... O a la de arriba o a la de abajo... En la de atrás o en la de un costado...
SEGUNDO HOMBRE.— Vista de lejos, parece un montón de peñascos apilados, de infinitos escombros...
PRIMERA MUJER.— Todo es un inconveniente: mi pobre madre, con sus noventa años, vive sola a más de veinte metros de altura, y cada día, cada hora, debe subir y bajar como puede, sin ayuda, para conseguir sus alimentos, y le es imposible, por su edad, hacer muchos esfuerzos, de manera que no puede comprar varias cosas al mismo tiempo y luego acarrearlas: ¿cómo haría para subir, para trepar, con tanto peso colgando de sus gastados brazos? Entonces, sube y baja una y otra vez, una y otra vez para llevar a su cocina, una por una, las cosas que necesita...
PRIMER HOMBRE.— Todos los viejos tienen esos problemas... Tampoco tenemos intimidad: yo vivo con mi mujer a treinta metros de alto, nuestra cocina no abre a la calle sino al baño del vecino..., cada vez que salimos y entramos es un problema: y no tenemos otra puerta para salir de casa... Y de la del vecino hay que pasar a la de otro, y de la de éste a la de abajo, y a la de más abajo, y así...
SEGUNDA MUJER.— Y andamos todos chocándonos y cruzándonos adentro y afuera, a toda hora; pasear es imposible, distraerse también, sólo sabemos quejarnos.
SEGUNDO HOMBRE.— ¡Y ni qué decir cada vez que se demuele o se construye una casa! ¡Todos son trastornos!
PRIMERA MUJER.— Hasta que venimos acá, a la estación, nuestro único respiro... ¡y vean lo que nos pasa!
SEGUNDA MUJER.— ¡Lo que nos pesa!
PRIMER HOMBRE.— ¡Lo que nos pisa!
SEGUNDO HOMBRE.— Nuestra ciudad es el urbanismo llevado al máximo: es un bochorno, la capital de la promiscuidad; a veces no sé con quién estoy en mi cama...
PRIMERA MUJER.— ...Ni en el baño...
SEGUNDA MUJER.— ...Ni en el comedor...
PRIMER HOMBRE.— ¡Y todos somos tan indiferentes, tan apáticos!
SEGUNDO HOMBRE.— Los únicos que están cómodos son los que viven abajo: esos casi nunca tienen que subir.
PRIMERA MUJER.— Pero muchas veces necesitan algo, y entonces deben trepar.
SEGUNDO HOMBRE.— Y ya nada se puede modificar ni mejorar: abajo, a lo ancho, ya no hay lugar para construir: sólo nos queda crecer para arriba, como las ramas de un árbol.
PRIMERA MUJER.— Sí, pero de un árbol enloquecido, que pareciera tener el tronco más ancho que la copa... ¡Y eso que no tenemos árboles!
SEGUNDO HOMBRE.— Y tampoco podemos irnos, pues, ¿quién, sabiendo de dónde somos, va a querer comprar una casa en nuestra ciudad? Lo único que nos queda es irnos con las manos vacías, pero, por nuestros hábitos, ya no podemos vivir en otra parte.
PRIMER HOMBRE.— Ni los que curan enfermedades mentales se atreven con nosotros.
SEGUNDA MUJER.— Antes no sé cómo hacían con las urgencias; menos mal que luego apareció el dirigible...
PRIMER HOMBRE.— ...Luego el globo...
SEGUNDO HOMBRE.— ...Y ahora el helicóptero...
PRIMERA MUJER.— Necesitaríamos cohetes para que suban los de abajo y paracaídas para que desciendan suavemente los de arriba...
EMPLEADO.— ¿Y el tren? ¿No es lo más útil?
PRIMERA MUJER.— El tren, claro, pero lo perdemos...: ¡no podemos ser puntuales!
PRIMER HOMBRE.— Los del tren nos desprecian, no tienen contemplación, ni caridad, ni calidad...
EMPLEADO.— Nosotros somos muy respetuosos con todos nuestros clientes.
SEGUNDO HOMBRE.— (A la PRIMERA MUJER.) Estos empleados del ferrocarril son todos unos farsantes, hipócritas y desconsiderados.
EMPLEADO.— (Al SEGUNDO HOMBRE.) ¿Qué dice usted? ¿No está conforme con el tren?
LOS VIAJEROS.— (Al EMPLEADO.) ¡Oh, sí: sí, señor, estamos muy conformes, contentos y felices!
EMPLEADO.— ¡Eso quería oír! ¡Somos infalibles!
PRIMER HOMBRE.— (A los otros VIAJEROS.) Si no les doramos la píldora, el tren pasará de largo por aquí, y ya no tendremos qué usar; estamos a merced de sus antojos, sus horarios y su beneficio: nadie nos toma en cuenta.
SEGUNDO HOMBRE, PRIMERA MUJER Y SEGUNDA MUJER.— (Al PRIMER HOMBRE.)
Tiene usted toda la razón, ¿quién puede tenernos en cuenta? Somos de la peor ciudad del mundo.
PRIMER HOMBRE.— No tenemos pasado ni porvenir, nos han olvidado, carecemos de perspectivas, y eso es culpa de los intelectuales como éste (Señala al EMPLEADO).
SEGUNDO HOMBRE, PRIMERA MUJER Y SEGUNDA MUJER.— ¡Los intelectuales son los causantes de todos nuestros problemas!
EMPLEADO.— Si no fuera por nosotros, ¿qué sería de ustedes?
LOS VIAJEROS.— (Al EMPLEADO.) ¡Intelectuales! Para lo único que sirven es para escribir.
PRIMER HOMBRE.— ¿Qué es uno que escribe? ¿Un escritor? ¿Qué es un escritor?
SEGUNDO HOMBRE.— Es lo que hacen los genios cuando no sirven para otra cosa... Este (Señala al EMPLEADO.) al menos pierde algo de tiempo en esta estación, ¡tampoco ellos obtienen mejores empleos!
PRIMERA MUJER.— ¡Pero están más cómodos que nosotros!
SEGUNDA MUJER.— Cualquier trabajo en nuestra ciudad es insoportable.
PRIMERA MUJER.— El peor de todos es dar clases en una escuela.
SEGUNDO HOMBRE.— ¡No: lo más inaguantable es el de los que se dedican a la limpieza! ¿Cómo hacer para que una ciudad como la nuestra esté limpia, higiénica?
PRIMERA MUJER.— Para ninguno es fácil, por eso nadie quiere a nuestra ciudad ni a los que vivimos en ella.
EMPLEADO.— ¿Pueden dejar de quejarse?
PRIMER HOMBRE.— (Al EMPLEADO.) ¿Qué sabe usted, que sólo conoce de poesía?
PRIMERA MUJER.— La poesía es un arte para niños: más compleja es la natación.
SEGUNDA MUJER.— Pero en nuestra ciudad nadie puede practicarla.
EMPLEADO.— ¿A qué? ¿A la poesía? ¿Nadie sabe leer de ustedes? ¿Lo han olvidado?
PRIMER HOMBRE.— El arte, las ciencias y todas esas tonterías, como la teología, no sirven para nada: lo único que importa es la comida ¡eso vale la pena!
SEGUNDO HOMBRE.— ¡Y los medicamentos!
PRIMER HOMBRE.— Que son otra comida.
LOS VIAJEROS.— (Al EMPLEADO.) ¡Viva la comida! ¡La comida es el principio y el fin de la vida! ¡Comer es vivir!
EMPLEADO.— ¿No piensan, no rezan, no sienten otras cosas? ¡Carecen de alimentos mentales!
LOS VIAJEROS.— (Al EMPLEADO.) ¡Es que vivimos cansados, hartos, sólo sabemos comer! ¿Para qué queremos lo demás?
EMPLEADO.— Si no fuera por los imaginativos, los creadores, los que piensan, los más dotados, no tendrían ni el dirigible, ni el globo ni el tren y ni siquiera sus casas.
LOS VIAJEROS.— ¡Todo para nosotros es incómodo, insalubre, molesto! ¡Sólo nos movemos para alimentarnos!
PRIMER HOMBRE.— Sembramos frutas en macetas, criamos animales en nuestras salas de estar, no nos faltan ni el alimento ni el agua: por la conformación de nuestra ciudad, cada vez que llueve tenemos agua sin cesar.
EMPLEADO.— ¡Qué poco ambiciosos que son, como todos los quejosos! Están insatisfechos con ustedes mismos, por eso están llenos de odio hacia los demás y hacia ustedes, ¡resentidos! ¡No tienen espíritu! ¡Sólo les funciona el estómago!
PRIMER HOMBRE.— ¡Eso, eso, tiene razón! Yo tengo ganas de comer a esta hora, (A los otros VIAJEROS.) ¿y ustedes?
SEGUNDO HOMBRE.— ¡Yo también!
PRIMERA MUJER.— ¡Yo también!
SEGUNDA MUJER.— ¡Yo también!
SEGUNDO HOMBRE, PRIMERA MUJER Y SEGUNDA MUJER.— (Al unísono.) ¡Queremos comer!
PRIMER HOMBRE.— (A los otros VIAJEROS.) ¿Volvemos a la ciudad?
SEGUNDO HOMBRE.— (Al EMPLEADO.) ¿No hay nada aquí, en la estación, para comer?
EMPLEADO.— Aquí sólo hay libros, y yo.
PRIMERA MUJER.— (Al EMPLEADO.) No insista, que si nos impacienta lo devoramos a usted.
SEGUNDA MUJER.— (A los otros VIAJEROS.) ¡Está apetitoso! Y además es joven, su carne debe ser tierna.
PRIMER HOMBRE.— (A los otros VIAJEROS.) Cuando llegue la locomotora lo cocinamos en ella.
SEGUNDO HOMBRE.— (A los otros VIAJEROS.) Pero deberemos esperar hasta mañana.
PRIMER HOMBRE.— (A los otros VIAJEROS.) No podemos ser tan pacientes. Volver a la ciudad nos llevará tiempo, ¡y cuánto deberemos trepar! Mejor lo comemos ahora.
SEGUNDO HOMBRE.— (A los otros VIAJEROS.) ¡Atrapémoslo ya! (Se abalanzan sobre el EMPLEADO.)
EMPLEADO.— ¿Están locos? Si me comen, ¿quién parará el tren? ¿Quién los atenderá?
LOS VIAJEROS.— Es un reflexivo, no podemos vencerle: tiene razón, ¿qué haremos sin él?
PRIMER HOMBRE.— (A los otros VIAJEROS.) Lo comemos sin ropa, la usa uno de nosotros para disfrazarse y así detener el tren.
EMPLEADO.— ¡No saben cómo hacerlo! ¡No tienen capacidad ni preparación! ¡Son unos ignorantes!
LOS VIAJEROS.— ¡Cállese, engreído! Lo disculpamos gracias al tren, ¡ya verá cuando volvamos! (Se retiran.)
EMPLEADO.— (Al público.) Desde hace años es así, todos los días, ¿cuándo pasará el tren? ¿Cuándo parará?
LAS VOCES DE LOS VIAJEROS.— Regresaremos, ya lo verá.
EMPLEADO.— ¡Sean puntuales, el tren es lujoso, cómodo y hermoso! Poco antes que ustedes vuelvan yo me iré primero.
LAS VOCES DE LOS VIAJEROS.— ¡Siempre dice lo mismo! ¡Siempre dice lo mismo!