domingo, febrero 17, 2008

Martín Sosa Cameron ¿ACASO EL ALMA NO ES IMPERSONAL?

MARTÍN SOSA CAMERON


¿ACASO EL ALMA NO ES IMPERSONAL?


PIEZA EN UN ACTO



PERSONAJES

(POR ORDEN DE APARICION)

UNA MUJER
UN HOMBRE




Un comedor agradable y muy iluminado; está amaneciendo. Una MUJER, que canturrea alegremente, acomoda las cosas para el desayuno. Ocupa una silla y bebe café. Aparece el HOMBRE, la besa y, mientras él toma asiento, ella le sirve algo.




HOMBRE.— (Sacando papel y lápiz de un bolsillo.) ¿Está todo en la mesa?
MUJER.— (Siempre con gesto amable, paciente y tranquilo.) Todo listo y preparado: puedes comenzar.
HOMBRE.— ¡Gracias! (Empieza a leer el papel y a hacer marcas según la MUJER le contesta. Luego de cada pregunta, tachará siempre ante las respuestas de ella, hasta que se indique que debe dejar de lado sus anotaciones.) ¿Dormiste?
MUJER.— Sí.
HOMBRE.— ¿Te despertaste?
MUJER.— Sí.
HOMBRE.— ¿Te levantaste?
MUJER.— Sí.
HOMBRE.— Debes corregirte, tener más cuidado y poner más atención: siempre dejas el peine lleno de pelos y el cepillo de la boca lleno de espuma y dientes. ¿Me atiendes?
MUJER.— Sí.
HOMBRE.— ¿Cómo todos los días?
MUJER.— Como todos los días.
HOMBRE.— ¿Qué hora es?
MUJER.— Algo más de las siete.
HOMBRE.— ¿Cómo siempre?
MUJER.— Siempre son las siete.
HOMBRE.— ¿El perro?
MUJER.— Está durmiendo.
HOMBRE.— ¿Los gatos?
MUJER.— Están descansando: toda la noche estuvieron afuera...
HOMBRE.— ¿Los otros animales?
MUJER.— El canario despertando, las lombrices en el tarro, la gallina empollando, los terneros mamando, la vaca mugiendo y el caballo roncando. El hipopótamo copulando.
HOMBRE.— (Sorprendido) ¿El hipopótamo? ¿Y con quién, si tenemos uno?
MUJER.— Qué sé yo, ¿solo?
HOMBRE.— (Más tranquilo.) ¡Ah..., solo, por supuesto...! (Breve pausa.) ¿Está caliente el desayuno?
MUJER.— Pruébalo y sabrás.
HOMBRE.— (Bebiendo algo.) ¡Mmmm! ¡Está delicioso! (Breve pausa.) ¿Y Leonor?
MUJER.— Fue a clase.
HOMBRE.— ¿Y Manuel?
MUJER.— Fue al hospital. Está en la sala de operaciones.
HOMBRE.— (Sorprendido.) ¿Está enfermo?
MUJER.— Pero, no: va a operar a sus pacientes.
HOMBRE.— ¿Y Cornelia?
MUJER.— Se fue a casar.
HOMBRE.— (Indignado.) ¿A cazar? ¡Cómo! ¿Es una asesina de animales?
MUJER.— No: a casar en su turno de casamiento.
HOMBRE.— (Confundido.) Cómo, ¿no estaba casada ya?
MUJER.— Sí, sí, pero es jueza: ¡Debe casar a otras parejas!
HOMBRE.— ¿Y Eugenio?
MUJER.— Entre sus papeles y escritos.
HOMBRE.— Cómo, ¿ahora es escritor?
MUJER.— No, es empleado.
HOMBRE.— ¿Y Julia?
MUJER.— Fue al prostíbulo.
HOMBRE.— ¿Al prostíbulo? ¿Cómo, ella, tan moralista?
MUJER.— Así es, fue a clausurarlo.
HOMBRE.— ¿Y Octavio?
MUJER.— En el cementerio.
HOMBRE.— Bueno, claro. ¿Y cuándo ocurrió su deceso?
MUJER.— ¿Su deceso?
HOMBRE.— Sí, ¿cuándo murió Octavio?
MUJER.— Pero, no: fue a despedir los restos de César.
HOMBRE.— Ah, sí, los restos. ¿Y qué sucederá con esa alma?
MUJER.— No sé... ¿Pero acaso el alma no es impersonal?
HOMBRE.— El alma es impersonal.
MUJER.— Bueno, pero se despiden sus restos: antes estaba entero: cuerpo y alma... Ahora sólo quedan sus restos, separados, solos, sin vida. Eso somos al fin de cuentas: un alma desconocida y un cuerpo que al final se pudre...
HOMBRE.— Por eso lo entierran; si lo dejaran a la vista nadie podría soportar su pudrición. (Breve pausa.) ¿Y Carolina?
MUJER.— Está en el manicomio.
HOMBRE.— ¿Enloqueció?
MUJER.— No, no: es enfermera.
HOMBRE.— ¿Y Tina?
MUJER.— Fue a su curso de natación. Es gratuito; para hacerlo sólo le piden que lleve lo imprescindible: una malla y algo de agua.
HOMBRE.— ¿Algo de agua?
MUJER.— Sí, para que tenga en donde nadar.
HOMBRE.— ¿Y Nataniel?
MUJER.— Está trabajando en el diseño de un mapamundi.
HOMBRE.— ¿Para qué necesita eso, si ya hay tantos?
MUJER.— Es un encargo especial que le hicieron, es grande: de tamaño natural.
HOMBRE.— Es un megalómano; además, qué poco sentido práctico: cuando lo termine, no tendrá en donde guardarlo.
MUJER.— Sí, (Riendo.) parece que servirá para envolver al planeta.
HOMBRE.— Deberá hacerlo en papel transparente para que no estemos a oscuras.
MUJER.— ¡Trabajo le costará hacerlo!
HOMBRE.— Desde la luna tal vez se lo pueda ver... ¿Y Megiseo? ¿Qué me dices de Megiseo?
MUJER.— Se convirtió en un canalla. Parecía tan inteligente... Ahora es un frustrado, un resentido que odia a los que tienen más inquietudes y conocimientos que él, ¡qué bajeza, qué ruindad! ¡Qué sensibilidad desaprovechada la suya! Es un indiferente a todas las cuestiones valiosas; sólo le preocupan el dinero, las cosas concretas y el sexo: parece una rata, su conversación es una cloaca.
HOMBRE.— Es que la inteligencia, cuando no se eleva y alimenta espiritualmente, impulsada por la curiosidad y buscando aprender, empobrecida en sus inclinaciones, se transforma en pura teoría: un perfecto disfraz de la iniquidad humana; Megiseo ya era abyecto y desagradable... Uno alimenta su mente para que ésta se libere: óyelo hablar y verás que tengo razón. Algunos necesitan interesarse por la pintura, por la ciencia, y otros por la caridad: el resultado es el mismo. (Tras una breve pausa.) ¿Hay mantel?
MUJER.— ¡Sí!
HOMBRE.— ¿Servilletas?
MUJER.— ¡Sí!
HOMBRE.— ¿Tazas?
MUJER.— ¡Sí!
HOMBRE.— ¿Cubiertos?
MUJER.— ¡Sí!
HOMBRE.— ¿Agua?
MUJER.— ¡Sí!
HOMBRE.— ¿Leche?
MUJER.— ¡Sí!
HOMBRE.— ¿Café?
MUJER.— ¡Sí!
HOMBRE.— ¿Té?
MUJER.— ¡Sí!
HOMBRE.— ¿Pan?
MUJER.— ¡Sí!
HOMBRE.— ¿Manteca?
MUJER.— ¡Sí!
HOMBRE.— ¿Me olvido de algo?
MUJER.— No.
HOMBRE.— ¿Te olvidas de algo?
MUJER.— No.
HOMBRE.— ¿Y el automóvil?
MUJER.— En el baño: todavía jabonado...
HOMBRE.— ¿Cómo jabonado?
MUJER.— Es que necesitaba una limpieza a fondo.
HOMBRE.— ¿No alcanzó con la lluvia?
MUJER.— Más bien pareció encostrarlo.
HOMBRE.— ¿Y el techo?
MUJER.— Sobre las paredes.
HOMBRE.— ¿Y el piso?
MUJER.— Bajo las paredes.
HOMBRE.— ¿Y las paredes?
MUJER.— Trabadas entre el techo y el piso, conservando su forma y función.
HOMBRE.— Según veo, todo está en orden, como siempre... (Tras una breve pausa.) ¿Y las palabras?
MUJER.— Las estás usando.
HOMBRE.— ¿Y las ideas?
MUJER.— Las estás pensando, ¿las estás pensando?
HOMBRE.— (Dejando a un lado su papel y su lápiz.) Sí, sí... (Breve pausa.) Bien, todo en orden, como todos los días...
MUJER.— Siempre estamos haciendo las mismas cosas, todos los días, todas las horas... ¿Es esto la eternidad: hacer siempre las mismas cosas?
HOMBRE.— No me preguntes cosas profundas. Pareces tonta.
MUJER.— Y tú me preguntas cosas tontas.
HOMBRE.— Eres brillante.
MUJER.— Si esto es la eternidad, resulta compulsiva.
HOMBRE.— No es la eternidad. (Breve pausa.) ¿Me alcanzas el periódico?
MUJER.— (Tomando un diario.) La palabra periódico, medida del tiempo, niega la eternidad.
HOMBRE.— ¿Y los eones?
MUJER.— ¡Oh, tú y tus eones! Es difícil medir un eón, pero es fácil apresar un león.
HOMBRE.— ¡Dame ese diario, ignorante!
MUJER.— (Sin darle lo que pide, indicando algo en el diario.) Mira esta noticia: se reglamentó el aborto. La mujer, para tramitar la autorización, debe demostrar que está embarazada, y esa gestión administrativa le lleva sólo diez meses.
HOMBRE.— ¡Bah! Mejor es ser estéril. ¿Sabías que la esterilidad se hereda? Hay una predisposición genética: mis padres biológicos eran estériles.
MUJER.— Mi padre era impotente y mi madre frígida, por eso tuvieron pocos hijos.
HOMBRE.— Con eso se evita el complejo de culpa; pero lo traemos todos al nacer. Los depresivos son los que más lo arrastran.
MUJER.— No hablarás del pecado original.
HOMBRE.— Claro que no, aunque algunas religiones lo tomen como analogía. Para este complejo los depresivos son más sensibles. Los demás hubiesen deseado un genocidio prenatal. La fecundación es una aberración, ya que sólo uno de entre millones de espermatozoides tiene la posibilidad de nacer. (Breve pausa.) ¿Me das el diario?
MUJER.— Antes, ¿quieres conocer tu horóscopo?
HOMBRE.— Si hablas de horóscopo, ya no eres inteligente: la credulidad es una debilidad mental.
MUJER.— Dime de qué signo eres: hay doce.
HOMBRE.— Tonta: si sólo hay doce, hay millones de personas por signo; en consecuencia, no es mi horóscopo sino uno que está compartido con millones de otros, y cada persona es única, es un mundo.
MUJER.— Todo es según el día del nacimiento, el momento...
HOMBRE.— De acuerdo a la población actual de este planeta, hay catorce millones de personas que cumplen años cada día: ¡más de medio millón por hora!
MUJER.— Bueno, pero hay otros horóscopos, otras mancias: acá, este diario, trae casi todas: son unas setecientas.
HOMBRE.— ¿Setecientas formas de adivinar el futuro? (Burlón.) Vaya, cuánta ansiedad... Y qué gasto de papel.
MUJER.— Mira, por ejemplo, ¿cuál es tu número, cuáles son?
HOMBRE.— No me molestes con cosas infantiles y déjame leer algo serio.
MUJER.— Debes conocer el futuro.
HOMBRE.— La única forma de conocer el futuro es cuando ha pasado, pero pareciera que lo mejor, más cómodo, no es conocer y sí ignorarlo. Donde no hay razón hay tontería, generalidades. Además, el futuro es fruto de lo que hagamos hoy, del azar, de la riqueza imaginativa. Si fuera por tus magias y creencias, estaríamos en las cavernas; no simplifiques las cosas, no te empobrezcas ni me empobrezcas a mí. ¿Por qué siempre temes aprender cosas nuevas? ¿Por qué tienes miedo a aprender? ¿Por qué? ¿Por holgazanería? (Pensativo, de pronto.) Sin embargo, ¿qué es esa inercia, esa fatiga? ¿Es oscuridad psicológica? (Señalando el diario.) ¿Me das eso?
MUJER.— Acá hay varias formas de horóscopo: ¿De qué signo eres?
HOMBRE.— Soy del signo pensante, racional, ¡deja de molestarme! ¿No te das cuenta de que cada uno debe ser el protagonista de su propio destino, ya que cada uno es imprescindible para sí mismo?
MUJER.— ¿De qué signo eres, a cuál perteneces? Dímelo.
HOMBRE.— ¿Puedes dejar de molestarme con todas esas parcialidades? Estás tapando el sol con la mano. Los hombres no hace tanto que estamos en el planeta: no más de veinte millones de años, si incluyes a los prehomínidos. ¿Qué anunciaban los astros antes de la aparición de los hombres? ¿Lo que harían protozoarios y dinosaurios? Los astros tienen más que muchos millones de años: son siglos y más siglos de interminable antigüedad, ¿qué decían antes de nosotros, si es que algo decían? De todos los seres vivientes, vegetales y animales, sólo los hombres, tan egocéntricos, consultan esas cosas, como si los astros no existieran sino para ellos. ¡Qué exageración! Planetas y cuerpos que giran en el universo desde hace miles de milenios y todo eso sólo para aconsejar negocios, amoríos y otras cuestiones por el estilo. Hazme el favor y dame el diario, que esas boberías no son lo único que trae, me parece. Si realmente quieres conocer, saber algo, lee, piensa, estudia, esfuérzate; debes entender que la verdad no es una creencia, ni una suposición, no: la verdad es la duda, la búsqueda de un saber seguro. Para ello hay que meditar, aprender. Viejas como el mundo son la verdad y la mentira. Del mundo y de la mentira algo sabemos, pero de la verdad, ¿qué sabemos? (Breve pausa.) ¿Sabes en qué consiste la inteligencia? En la curiosidad, en la sensibilidad y el interés por las cuestiones superiores; ya te dije que cada uno tiene apetitos a su medida. ¿Te interesan el arte, la poesía, la filosofía, la ciencia? Si no es así, casi ni piensas ni sientes: es como si te arrastraras. A los animales, ¿qué puede interesarles, salvo sobrevivir? Pero gozan de las ventajas de ignorar que mueren cada instante. No tienen idea del tiempo, del tiempo agónico.
MUJER.— Por favor, no me abrumes, toma esto y léelo. ¡Déjame en paz!
HOMBRE.— (Levantando el diario.) Sí, la paz de los espíritus petrificados que eternizan la vida vacía.
MUJER.— ¡Yo respiro, duermo y como! ¡Yo vivo!
HOMBRE.— Te felicito.
MUJER.— ¿Y tú qué haces, todo el día con tus cosas inentendibles y tus libros ilegibles?
HOMBRE.— Eres cómoda y vulgar, no eres tú: quieres ser como los otros, ¿por qué no tratas de ser tú misma? Jamás dices algo distinto, algo interesante; sólo hablas para distraerme.
MUJER.— No eres normal como los otros: eres ridículo. A casi nadie le interesa lo que a ti te importa.
HOMBRE.— Y tú ya ni eres ridícula porque eres vulgar, irreflexiva: sólo sirves o quieres servir para la norma; careces de imaginación, de curiosidad, de ejercicio mental.
MUJER.— Careces de sentido práctico.
HOMBRE.— El sentido práctico que defiendes es nuestro pecado cotidiano.
MUJER.— ¡Pero si todos los días decimos y hacemos lo mismo!
HOMBRE.— Tú dices y haces lo mismo; después del desayuno vuelves a repetir y repetir lo mismo. Pero yo me renuevo, leo, pienso, mientras tú te vas quedando atrás, como una piedra, inmóvil; sólo con ideas y reflexión hay vida y movimiento; tú sólo respiras, como una ameba.
MUJER.— Me tienes cansada.
HOMBRE.— También me tienes cansado. (Breve pausa.) Estaba bien hecho el desayuno.
MUJER.— Si no fuera por mí, estarías hambriento.
HOMBRE.— También lo estaría sin la vaca que da su leche, el sol que da la luz para que todo florezca, la planta que da el café...
MUJER.— No sigas enumerando.
HOMBRE.— Y contigo estoy hambriento de otra cosa: ¿serán las glándulas, las hormonas, el olfato, tu belleza? Los sentimientos nobles deben ser recíprocos o no se los merece.
MUJER.— Eres el idiota más inteligente del mundo.
HOMBRE.— (Cariñoso.) Y tú a veces pareces inteligente.