Los
Intelectuales y los poderes (1973)
Manifiesto
donde se sostiene que la cultura de las ilusiones asegura quizá la tranquilidad
de los dirigentes, pero desde luego no la calidad de los militantes.
Hace más de medio siglo, la
primera guerra mundial rompía la esperanza de ver Europa y, tras ella, al mundo
entero avanzar por vías que no fuesen siempre asesinas hacia una democracia
mayor, hacia la justicia económica y social y lo que se creía que era “la
civilización”. El mundo que hemos heredado es un mundo donde la violencia
abierta o disimulada (la de las armas, las instituciones, las penurias) es la
dueña. Un mundo de temores, sufrimiento, terror.
En sesenta años, la humanidad
ha sufrido dos guerras mundiales, el triunfo y el aniquilamiento del fascismo y
del nazismo, los genocidios de los que fueron víctimas los armenios, judíos y
gitanos, las masacres desencadenadas por las guerras coloniales. Al mismo
tiempo, la tentativa revolucionaria (obrera y socialista) de 1917 en Rusia
condujo a la tiranía totalitaria de Stalin, mientras que la Revolución china, campesina
y antiimperialista, conoció a través de la “Revolución cultural” la deificación
de Mao Zedong y la condena de los recalcitrantes. Estas transformaciones
permitieron la puesta a punto de un sistema de co-dominación del planeta por
dos partes (Estados Unidos y la Unión Soviética), tres (Estados Unidos, la
Unión Soviética y China), y mañana cuatro o cinco, si Japón y Europa se
imponen.
Cada vez más cercano, el
Tercer Mundo está colonizado por los imperialismos y sometido al pillaje. A
menudo sus dirigentes se acomodan en ello y buscan sacar provecho de las
fidelidades que les son impuestas. A veces se resiste: la guerra de Indochina
fue el punto culminante de ese combate. Entretanto, en países desarrollados,
una parte de la juventud se alza contra una sociedad que las nuevas formas del capitalismo
abocan al consumo incontrolado, a la injusticia social, a la destrucción de
hombres y medios tradicionales y naturales.
En medio de estas conmociones,
la importancia social del trabajo intelectual no ha cesado de aumentar. El
número de intelectuales crece de manera relativa y absoluta, ya que su trabajo
es importante para la producción de riqueza, pues las transformaciones que
conoce nuestro planeta deben ser conceptualizadas, explicadas y, llegado el
caso, justificadas o combatidas. Pero hay que preocuparse de que los
trabajadores intelectuales formen un conjunto coherente con la actividad
reflejada. Se puede decir incluso que la tarea política, incluso profética de
los intelectuales, ha ido disminuyendo a medida que aumentaba su relevancia
social.
Los unos, que son la mayoría,
se encierran en tareas parciales que los vuelven a veces cómplices más o menos
conscientes de crímenes contra la humanidad: por ejemplo los sabios trabajan
por cuenta de las industrias de la guerra más asesinas. Otros son apologistas
de los regímenes instalados; algunos elaboran justificaciones ideológicas,
incondicionales para los movimientos revolucionarios o que se llaman tales,
dispuestos a cambiar de revolución cuando se estiman traicionados por aquella a
la que han servido. La función crítica propia de la actividad intelectual, y
cuyo abandono es la única traición verdadera de los intelectuales, parece hoy
en día, y es un escándalo, la cosa menos extendida del mundo. Y sin embargo, en
Occidente es donde los intelectuales son más libres, todavía hoy en día, de
criticar a los poderes a los cuales están sometidos o asociados y a aquellos
que dominan los países considerados socialistas o los países del Tercer Mundo a
los que llaman liberados.
Los abajo firmantes constatan
la existencia de un movimiento revolucionario que sacude el orden planetario
bajo una forma triple que ninguna teoría ha sabido integrar, por el momento, de
forma satisfactoria:
—la revuelta de los pueblos
del Tercer Mundo contra los imperialismos y para que las riquezas del planeta
sean repartidas de manera justa;
—la revuelta que sacude a los
países civilizados, que pone en cuestión las estructuras de la sociedad
industrial: la relación entre el capital y el trabajo; la separación entre
dirigentes y dirigidos; entre ejecutantes y detentadores del saber o del poder
de decisión; el productivismo o la idea, enraizada desde los orígenes del
capitalismo, de que la razón de ser de la sociedad es la explotación de la
naturaleza, y que eso necesita o justifica la explotación del hombre por el
hombre;
—las reivindicaciones de las
minorías religiosas, étnicas, sexuales, así como de las categorías oprimidas
(mujeres, jóvenes, viejos, trabajadores inmigrantes, etcétera) que afirman, y,
según las necesidades, imponen su derecho a la existencia contra las mayorías o
los grupos opresivos. La guerra de los pueblos de Indochina contra el
imperialismo norteamericano, el Mayo francés, la revuelta del pueblo
checoslovaco contra la tiranía del régimen de aparato impuesto por la Unión
Soviética, las luchas llevadas a cabo en todo el mundo desarrollado por parte
de los trabajadores inmigrados para obtener el simple derecho a vivir, el
combate de las mujeres contra el machismo, la lucha del pueblo de Bangladesh,
la del pueblo palestino, la lucha contra el etnocidio y el genocidio han sido,
son y serán las expresiones de estas transformaciones revolucionarias. Pero
declararnos “solidarios” de esas luchas y de esas reivindicaciones no es más
que cumplir una parte ínfima, incluso irrisoria de nuestra tarea, si hay alguna
que nos sea común. El mundo en que vivimos no es un mundo sencillo donde baste
con elegir un ámbito para contribuir al porvenir de la humanidad. Ningún país,
ningún régimen, ningún grupo social es portador de la verdad y de la justicia
absoluta, y sin duda ninguno lo será jamás. La terrorífica experiencia del
estalinismo, la transformación de intelectuales revolucionarios en apologistas
del crimen y de la mentira demuestran hasta dónde pueden conducir las
identificaciones utópicas y la atracción del poder, esas tentaciones
características del intelectual contemporáneo. A meced de los mass media, de la orientación de los
aparatos ideológicos, de sus propias pasiones, los intelectuales de Occidente o
al menos los que se expresan han tomado posición a favor o en contra del
derecho a la autodeterminación del pueblo biafreño, del pueblo bengalí, del
pueblo palestino, del pueblo israelí, mientras que la revuelta de Ceilán,
condenada por la unanimidad de los Estados, permanecía ignorada por los
intelectuales o la mayor parte de ellos. Nosotros pensamos que los intelectuales
tienen cosas mejores que hacer que ser los procuradores voluntarios u obligados
de las instancias políticas o burocráticas en busca de ideología. Creemos por
tanto que debemos recordar aquí abajo algunas propuestas que son para nosotros
evidencias morales y políticas fundamentales.
1.No existe el problema del
fin y de los medios. Los medios forman parte integrante del fin. De ello
resulta que todo medio que no se oriente en función del fin buscado debe ser
recusado en nombre de la moral política más elemental. Si queremos cambiar el
mundo, es también, y quizás antes que nada, en interés de la moralidad. No hay
estrategia racional o científica que no deba ser sometida a la moral adoptada.
Si condenamos ciertos procedimientos políticos no es solamente, o al menos no
siempre, porque sean ineficaces (pueden ser eficaces a corto plazo), sino
porque son inmorales y degradantes, y comprometen a la sociedad del porvenir.
No existe la tortura “buena”,
ni la policía política “buena”, no existe dictadura “buena”. No hay campos de
concentración “buenos”, ni genocidio “legítimo”. Hay combates necesarios, pero
tampoco hay un ejército “bueno”, hay Estados menos malos que otros, pero no hay
un Estado “bueno”. Las exacciones, palizas, chantajes, toma de rehenes, sin ser
comparables a las torturas, no son “buenas” o “malas” según la causa a la que
sirven. Son todos malos, sea cual sea el juicio que se tenga sobre las
responsabilidades primeras o las finalidades últimas.
2.No existe ningún apocalipsis
revolucionario. La creencia en un apocalipsis tal es una perversión. Una vez
llegada al poder, una revolución victoriosa hereda unos conflictos de la
sociedad antigua y crea otros nuevos. Así, la construcción de una sociedad
socialista, libre e igualitaria no debe ser aplazada a después de la crisis
revolucionaria, ya sea local o mundial, sino emprendida antes de la crisis y
proseguida durante ésta. Hoy en día, en la vida cotidiana y en las
organizaciones, los revolucionarios deben trabajar para establecer entre los hombres
y los grupos sociales unas relaciones más justas. El mito de la “gran noche” es
mucho más temible dado que la sociedad nacida de una revolución es conflictiva,
como todas las sociedades históricas, y que es grande la tentación de adjudicar
a “conspiradores” o “saboteadores” la responsabilidad de todo lo que va mal.
Todo grupo político que cree poseer la llave de una transformación inmediata y
automática de la sociedad es candidato al ejercicio de campos de concentración
y torturadora.
3.No existen libertades
“formales”, que puedan suprimirse, ya sea “provisionalmente” o en nombre de
libertades “reales” o “futuras”, sin inmensos peligros. Cierto, la historia de
la humanidad no se confunde con la de las libertades. Puede proseguir sin las libertades;
de hecho, sin ellas se ha desarrollado a lo largo de espacios y tiempos
inmensos. Pero que las libertades conquistadas y los derechos adquiridos sean
una parte de la herencia establecida por la transformación feudal, y después
capitalista, en un sector de Occidente, y que puedan, mañana como hoy, servir
de coartada a las clases dirigentes, no debe conducirnos a despreciarlas. Por
el contrario, hay que extenderlas hasta que ya no sean el privilegio de
algunos.
4.La violencia forma parte de
nuestro mundo y no nos forjamos la ilusión de que pueda desaparecer con
rapidez. Pero constatar su presencia en la historia (la violencia de los
opresores que arrastra a la de los oprimidos, los cuales pueden a su vez, con
demasiada facilidad, convertirse en opresores) no autoriza a hacer su apología
ni a justificarla en todos los casos. Las armas de la crítica, cuando se usan,
son superiores a la crítica de las armas.
5.Sea cual fuere la parte del
mundo donde se encuentre, el campo en que uno esté comprometido, decir la
verdad (decir, al menos, lo que uno humildemente cree que es la verdad) es la
tarea principal del intelectual. Debe hacerlo sin orgullo mesiánico,
independientemente de todos los poderes y, si es necesario, contra ellos, sea
cual sea el nombre que éstos se den (independientemente de las modas, los
conformismos, las demagogias). No hay momento en que el intelectual esté
justificado para pasar de la crítica a la apologética. No hay César individual
o colectivo que merezca la adhesión de todos. El ideal de una sociedad justa no
es el de una sociedad sin conflicto (no hay fin de la historia), sino de una
sociedad donde aquellos que contestan pueden, a su vez, cuando llegan al poder,
ser contestados; de una sociedad donde la crítica sea libre y soberana, y la
apologética inútil.
Apelamos a todos aquellos que
estén de acuerdo con todo lo que precede a firmar este manifiesto con nosotros.
Philippe
J. Bernard, Pierre de Boisdeffre, Jacqueline Bret, Lucien Brunelle, Solange de
Carrère, Jean Cassou, Noam Chomsky, Jean-Marie Domenach, Marc Ferro, Marianne
Hamilton, Elizabeth Labrousse, Roger Lacombe, François Lebrun, Thierry Leconte,
Jean-François Lemettre, Gabriel Marcel, Henriette Marchand, Jean-Daniel
Martinet, Edgar Morin, Octavio Paz, Gilles Renaud, Robert Seignobos, Steve
Scheinberg, Jean Tavernier, Paul Thibaud, Jean Ullmo, René Verrier, Yves
Vincent, René Voge, Paul Volsic, Pierre Waldteufel, y siguen las firmas