DISPERSOS
Martín Sosa Cameron
Observar, atender en desorden, recoger sin atención: una calle, el consabido perfil de cualquier puerta o ventana; fijarse en fragmentos —una cara, un escaparate, la mirada de un perro, un árbol, los ruidos de una esquina, una mujer, una vereda rota, el cielo plomizo—, las infinitas y caóticas cosas que entran a la mente como por descuido, al azar, sin ton ni son...
Simultáneamente, pasar por el filtro que selecciona arbitrariamente cuanto le rodea.
Objetos que se almacenan, así, en vaya a saber qué rincones alrededor y detrás de la conciencia, para regresar a ella tal como entraron, o distintos, enmascarados, cambiados, o transformados en irreconocibles nuevas cosas. Tal va el paseante, deambula, sin más ni menos que el resto. Sólo que él registra, recoge todo, como una aspiradora que, tan cuerda como lúcidamente enloquecida, traga cuánto halla a su errante paso.
La marcha es cotidiana, su mecanismo también, pero el contenido varía.
Es su tarea. Pensar. Atrapar. Crear. Imaginar. Preguntarse. Leer, leerse. Oír. Abstraído, contradictorio, llevado por un invisible torbellino interior a buscar en el piélago del mundo cómo adaptarlo al desborde de sus desobedientes ideas.
Cuesta el trabajo impalpable: todo lo tiene lejos, pues, ya se sabe, no tiene más que encontrarlo en sí mismo: nada de cuanto lo rodea deja de estar en él: aquel que mira todo, lo contiene todo.
No puede dejar de ser así: cualquier cosa sirve con tal de convertirse en una historia.
Narraciones, relatos, composiciones, escenarios, de eso se compone el diario vivir, el de él y el de todos, y el de todos para él.
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